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P
resentación
L
os
suicidas
en
la
literatura
L
a muerte suele advertirse, por legos y sabios, como el supremo
misterio de la vida. Nada sabemos qué hay después del morir.
De ahí que Wittgenstein señalara: “la muerte no se vive”, es de-
cir, la muerte es un hecho que no concierne a la vida. Tal fórmula le
permitía a Tomás Segovia advertir que si la muerte no es un hecho
de la vida, entonces, somos inmortales, muy a pesar de las eviden-
cias. Inmortales, claro, hasta que dejamos de serlo. Roland Barthes
apuntaba que, a diferencia del lugar común, casi siempre nos senti-
mos inmortales; eso lo escribía poco antes de morir atropellado por
una furgoneta. Un misterio pareciera reservado a la condición hu-
mana, pues por más que sea un enigma el modo de pensar de los
otros seres vivos, no pareciera concebible su expectativa en ninguna
otra de las especies, más que en la humana: la inquietud frente al
umbral de la vida. Como si el cavilar acerca de nuestro propio fin
fuese un ejercicio recurrente y obsesivo que, al hacerse evidente su
proximidad —una enfermedad terminal o la propia decadencia cor-
poral— se acendrara el monólogo de su adivinanza.
El artista suele ver este drama o comedia en etapas con una
certeza en la que se ven reflejadas las esperanzas de la condición
humana. Así, en la cinta de Bergman,
El séptimo sello
, la vida es
simbolizada por una partida de ajedrez, del protagonista con la
muerte, cuyo único propósito al jugar es extender el misterio y, tal
vez, la salvación de la especie. En
El Quijote
, más que nada, vemos
a la muerte, a la muerte de su personaje, como la tarea cumplida. La
muerte, entonces, adquiere sentido sólo si la vida lo tuvo y es digna
de contarse en un libro, como después acotaría Mallarmé. En Ches-
terton, al inicio de uno de sus ensayos, encontramos la frase para-
digmática: “Hasta un mal tirador se dignifica aceptando un reto”,
que es un modo de explicar la aventura quijotesca, pues el personaje
cervantino acomete, sin miedo, una empresa para la que nunca estu-