dabkmcnle briliantlsimo, versátil, inteligente e imaginativo, aunque cl
pader le hizo más bien desagradable. Como genera) no tuvo igual; como
gobernante fue un proyectista dc soberbia eficacia, enérgico y ejecuti^'o
jefe dc un circulo intelectual, capaz dc comprender y
si
.ipcr\'ÍEar cuanto
hacían sus subordinados. Como hombre parece que irradiaba un halo
de grandeza; pero la mayor parte de los que dan testimonio de esto —como
Goethe— le vieron cn la cúspide de su fama, cuando ya la atmósfera del
mito le rodeaba. Sin género de dudas eia un gran hombre, y —quizá
con la excepción dc Lenin— su retrato cs el único que cualquier hombre
medianamente culto reconoce con facilidad, incluso hoy, en la galería
iconográfica de la historia, aunque sólo sea por la triple marca dc su
corta talla, el pelo peinado hacia delante sobre la frente y la mano dere–
cha metida entre el chaleco entreabierto. Quizá sea inútil tratar dc compa–
rarle con los candidatos a la grandeza dc nuestro siglo xx.
El mito napoleónico se basó menos en los méritos de Napoleón que
cn los hechos, únicos entonces, de su carrera. Los conocióos grandes
hombres que estremecieron al mundo en el pasado hablan empezado
siendo revés, como Alejandro Magno, o patricios, como Julio César.
Pero Napoleón fue cl «petit caporal» que llegó a gobernar un continente
por su propio talento personal. (Esto no cs del lodo cierto, pero su as–
censión fue lo suficientemente meteòrica y alta para hacer razonable la
afirmación.) Cada joven intelectual devorador de libros como el joven
Bonaparie, autor de malos poemas y novelas y adorador de Rousseau,
pudo desde entonces ver al cíelo como su limite y los laureles rodean–
do su monograma. Cada hombre dc negocios tuvo desde entonces un
nombre para su ambición; ser —el cliché se utiliza todavía— un «Napoleón
dc las finanzas o dc la industria». Todos los hombres vulgares se conmo–
vieron ante el fenómeno —único hasta entonces— de un hombre vul–
gar que llegó a ser más grande que los nacidos para llevar una corona.
Napoleón dio un nombre propio a la ambición en el momento en que
la doble revolución había abierto el mundo a los hombres ambiciosos.
Y aún había más; Napoleón era el hombre civilizado del siglo wiii,
racionalista, curioso, ilustrado, pero lo suficientemente discípulo de Rous–
seau para ser también el hombre romántico del siglo xrx. Era el hombre
de la revolución y el hombre^e.^aía la estabilidad. En una palabrí,
era ía figura con i a que cada Hw^r^^que rompe con la rradición se ¡den- •
lificaría en sus sueños,
•--
Para los franceses fue, además, algo mucho más sencillo: el más afot-
tunado gobernante de su larga historia. Triunfó gloriosamente cn el ;
exterior, pero también en el interior estableció o reestableció el conjunto '
^,dc
las instituciones francesas tal y como existen hasta el día. Claro que
^^euchas —quizá todas— de sus ideas fueron anticipadas por la levolu-
/jCÍón y el Directorio, por In que su contribución personal fue hacerlas
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conservadoras, jerárquicas y autoritarias. Peto si sus predecesores
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anticiparon, él las llevó a cabo. Los grandes monumentos legales ftan-
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los Códigos que sirvieron de modelo para todo el mundo burgués
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anglnsijón, fueron napoleónicos. La jerarquía de los funcionarios públí-
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ácídc
prefecto para abajo—, de los tribunales, las universidades y
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escuelas, también fue suya. Las grandes «carreras» de la vida pública
francesa —ejército, administración civil, enseñanza, justicia- conservan
Ь forma que les dio Napoleón. Napoleón proporcionó estabilidad y pros-
pcrid.id a todos, excepto al cuarto dc millón de franceses que no vol
vieron dc sus guerras, pero incluso a sus parientes les proporcionó gloria.
Sin duda los ingleses se consideraron combatientes de la libertad frente
1
la ririmla; pero cn
1З15
la mayor parte de ellos eran probablemente más
pobtcs
V
estaban peor situados que en
1800,
mientras la situación social
7
económica de la mayoría de los franceses era mucho mejor, pues
nadie, •^ah'o los todavía menospreciados jornaleros, había perdido los
lustaiiclales beneficios económicos de la revolución. No puede sorpren–
der, por tanto, la persistencia del bonapartismo como ideología dc los
franceses apolíticos, especialmente los campesinos más ricos, después
Je su c-iida. Un segundo y más pequeño Napoleón .serla el encargado de
desvanecerlo entre
1851
y
1S70.
Sólo destruyó una cosa: la revolución jacobina, el sueño dc libertad,
igualdad y frarerrüdad y dc la majestuosa ascensión del pueblo para sa–
cudir el
jTjgo
de la opresión. Sin embargo, este eta un mito más poderoso
lún que el napoleónico, ya que, después de la caída del Emperador, sería
ese mito, y no su memoria, el que inspiraría las revoluciones de! siglo xrx,
incluso en su propio país.