Ia propaganda. De modo más específico, las pedciones del
burgués
de
1789
están contenidas en la famosa Declaración de Derechos del Idombre y
del Ciudadano de aquel año. Este documento es un manifiesto contra la
sociedad jerárquica y los privilegios de los nobles, pero no en favor de
una sociedad democrática o igualitaria. «Los hombres nacen y viven
libres e iguales bajo las leyes", dice su artículo primero; pero luego se
acepta la existencia de distinciones sociales «aunque sólo cn el terreno
de la utilidad común». La propiedad privada era un derecho natural,
sagrado, inalienable e inviolable. Los hombres eran Iguales ante la ¡ey
y todas las carreras estaban abiertas por igual aJ talento, peto si la salida
empezaba para todos sin <ihandicap)), se daba por supuesto que los
corre–
dores
no terminarían juntos. La declaración establecía (frente a ¡a jerarquía
nobiliaria y el absoludsmo) que «todos los ciudadanos denen derecho a
cooperar en la formación dc la ley>', «o personalmente o a través de sus
representantes». Ni la asamblea representa uva, que se preconiza como
órgano fundamental de gobierno, tenia que ser necesariamente una asam–
blea elegida en forma democrádca, ni el régimen a establecer había de
eliminar por fuerza a los reyes. Una monarquía constitucional basada cn
una oligarquía dc propietarios que se expresaran a través de una asamblea
representativa, era más adecuada para la mayor parte dc los burgueses
liberales que ia república democrática, que pudiera haber parecido una
expresión más lógica de sus aspiraciones teóricas; aunque hubo algunos
que no vacilaron en preconizar esta úldma. Pero, en conjunto, cl clásico
liberal burgués de
1789
(y ci liberal de
1 7 8 9 - J 8 4 8 )
no era un demócrata,
sino un creyente ш cl tonstitucionaüsmo, cn un Estado secular con
libertades civiles y garandas para la iniciadva privada, gobernado por
contribuyentes y propietarios.
Sin embargo, oficialmente, dicho régimen no expresaría sólo sus
intereses de clase, sino la voluntad general «del pueblo», al que se Iden–
tificaba de manera s¡gnificat!\'a con «ia nación francesa». En adelante,
el rey ya no sería Luis, por la Gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra,
sino Luis, por la Gracia de Dios y la lev constitucional del Estado, Rc)'
de los Franceses. «La fuente de toda soberanía —dice la Declaración—
reside esencialmente en la nación», Y la nación, según el abate Siéyés,
no reconoce cn la tierra un interés sobre el suyo y no acepta más ley o
autoridad que la suya, ni las de la humanidad en general ni las de otras
naciones. Sin duda la nación francesa (y sus subsiguientes imitadoras) no
concebían en un principio a sus intereses chocando con ios de los otros
pueblos, sino que, al contrario, se veían como inaugurando —o parti–
cipando en él— un movimiento de liberación general de los pueblos dc
las tiranías. Pero, de hecho, la rivalidad nacional (por ejemplo, la de los
negociantes franceses con los negociantes ingleses) y la subordinación
nacional (por ejemplo, la dc las. naciones conquistadas o liberadas a los
intereses de
la grande natiori),
se hallaban implícitas enei nacionalismo al
que el burgués de
1789
dio su primera expresión oficial. «El pueblo»,
¡deutificado con «la nación» era un concepto revolucionarlo; más revolu–
cionario de lo que el programa burgués-liberal se proponía expresar.
Por lo cual cía un arma de dos filos.
Aunque los pobres campesinos y los obreros eran analfabetos, poli-
dcamente modestos e inmaduros y el procedimiento de elección indirecto,
610
hombres, la mayor parte de ellos de aquella clase, fueron elegidos
para representar al Tercer Estado. Muchos eran abogados que desem–
peñaban un importante papel económico en la Francia provinciana. Cerca
dc un centenar eran capitalistas y negociantes. La clase media había
luchado ásperamente y con éxito para conseguir una representación tan
amplia como las de ía nobleza y cí clero ¡untas, ambición muy moderada
para un grupo que representaba oficialmente al
95
por
100
dc la pobla–
ción. Ahota luchaban con Igual energia por el derecho a explotar su
mayona potencial de votos para convertir los Estados Generales en una
asamblea de diputados individuales votando como tales, en vez del
tradicional cuerpo feudal deliberando y votando «por órdenes», siniación
cn la cual la nobleza y el clero siempre podían superar en votos al Tercer
Estado. Con este motivo se produjo el primer choque directo revolu–
cionario. Unas seis semanas después de la apertura de los Estados Gcnc-
r.^lcs, los Comunes, impacienies por adelantarse a cualquier acción del
rey, los nobles y el clero, constituyeron (con todos cuantos quisieron
unírseles) una Asamblea Nacional con derecho a reformar la constitución.
Una maniobra contrarrevolucionaria ¡es llevó a formular sus reivindica–
ciones en términos de la Cámara de los Comunes británica. El absolu–
dsmo terminó cuando Miiabeau, brillante y desacreditado ex-noblc,
dijo al rey: «Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho
a hablar en ella»'.
El Tercer Estado triimfó frente a la resistencia unida del rey y de los
órdenes privilegiados, porque representaba no sólo los puntos de vista
dc una minoría educada y militante, sino los de otras fuerzas mucho más
poderosas: los trabajadores pobres de las ciudades, especialmente de
París, asi como cl campesinado revolucionario. Pero lo que transformó
en verdadera revolución a una limitada agitación reformista fue el hecho
de que la convocatoria de los Estados Generales coincidiera con una pro–
funda crisis económica y social. La última década babia sido, por una