Los suicidad en la literatura - page 124

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Tema y Variaciones de Literatura 40
en que aún no es la hora de iluminar con el sumo desprendimiento
esta oscuridad de atmósfera irrespirable.
Los griegos enloquecían ante el loco y asesinaban el espejo fuera
de sí mismos, lo destruían desbarrancándole hasta fundirlo con las
olas que bullían mar abajo, agitando desesperadas sus espumas car-
nívoras. Los medievales crearon la diabólica “nave de los locos”, en
ella embarcaban a los alterados y los lanzaban hacia las rutas infini-
tas sin brújulas ni timones. Algunos que por momentos retornaban a
estados de razón, volvían a enloquecer, irremediablemente, al saber-
se a bordo del destino terrible impuesto por los que habían quedado
en tierra, comentando las características del más reciente embarque.
Tarquinio fue el último rey romano, el último de siete, faltaban
seis para el reinicio de los procesos, por eso los dementes no se ex-
tinguieron en tales prisas y siguieron proliferando dentro de su rei-
nado. Aquí mismo, entre las sombras de la Rue Vieille-Lanterne, he
visto a un hombre caminar con paso dificultoso mientras jala una
langosta en el extremo de un listón azul. El hombre, oscuro, la lan-
gosta, el listón azul, Tarquinio hubiera enloquecido en pleno Primer
Distrito de París.
Fui dado a luz en 1808, pero los que saben cosas dirán que fui
dado a la sombra por mí mismo en 1855, en apegado cumplimiento
a un poema mío llamado “Epitafio”: “Y una noche de invierno, can-
sado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fue
preguntando: ¿Para qué habré venido?” Ni el más mínimo eco de
respuesta ni entre ramas ni entre árboles se ha escuchado desde ese
entonces en los etéreos devenires del cementerio de Père-Lachaise.
Pero también el brillo del día es mi brillo, lo sabe la langosta, lo
goza igual que yo, la langosta, esa tierna compañía que desprecia
junto conmigo el asombro de la gente que nos ve pasar por las pe-
queñas y sucias callecitas que entre sus encrucijadas nos llevan a los
resplandores de la pequeña plaza de St. Michel, en uno de los costa-
dos resbaladizos de la Île de la Cité —llena de pordioseros y desga-
rrados— cuando podemos caminar sobre ellas, cuando no están
inundadas y llenas de lodo podrido.
Gérard Labrunie era el verdadero nombre de aquel que alguna
vez expresó: “mi misión es restablecer la armonía universal evocan-
do las fuerzas ocultas de las antiguas religiones”
4
y considerando
4 
Cf
. G. de Nerval, “Aurelia”,
op. cit
., p. 438 : “Mi papel me parecía ser el de res-
tablecer la armonía universal por la cabalística y buscar una solución evocando las
fuerzas ocultas de las diversas religiones”. [N. del E.]
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