Roberto López Moreno
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que el sueño es el desdoblamiento de una segunda vida, desde sus
dos sueños se convirtió en el más grande poeta del Romanticismo,
para muchos, el verdadero padre de la modernidad de la poesía
francesa.
Su gran cultura fue sacudida también por las creencias de reli-
giones remotas, por fantasías que se desprendían de viajes realiza-
dos a Egipto y a países del Medio Oriente. Todo ello le brindaba el
sueño, el universo del otro, hasta llegar a los lindes del mundo de la
langosta, hasta contenerse en la orilla misma de Aquerón, cuando en
uno de sus poemas la reina (la Virgen María, la Diosa Isis, Jenny
Colon) besó su frente calcinándola.
Y afuera del verso, los pordioseros en aquellas calles malolien-
tes que acentuaban las dualidades en las que vivía y que lo llevaron
a seguidas depresiones hasta tenerlo que internar varias veces en
clínicas siquiátricas, hasta su muerte. De pronto, el hombre de la
Francia de mediados del siglo
xix
enredado en asuntos de ocultis-
mo, magia, hermetismos, taumaturgias, sufriendo la más aguda po-
breza después de dilapidar una herencia materna, arrebatado por el
amor a una actriz, Jenny, con quien experimenta pasiones abismales
y quien incluso, con su muerte, a los apenas 34 años de edad, agrava
los desequilibrios de su sistema nervioso.
A esto habría que agregar los experimentos —muy de los artis-
tas de la época— con el hachís, el ajenjo, las drogas y los estimulan-
tes de toda naturaleza, en sesiones que realizaba con Baudelaire,
Balzac, Flaubert, Dumas, todo esto en el interior del Club de los
Hachisianos fundado por Théophile Gautier en el Hotel de Lauzun,
por cuyo adoquinado recorrieron todas estas ansias en busca de co-
nocer las sustancias verdaderas de los seres y del mundo, libres de
los formalismos racionales, es decir, en su estado más puro, para al-
canzar el alma más pura, para crear el arte más puro, la más genuina
expresión del hombre y del Universo. Este Club de los Hachisianos
funcionó entre 1844 y 1849, atrás de los misterios de su silencioso
adoquinado.
Yo lo vi. Yo lo experimenté. Yo lo sé, hay otro mundo tanto o
más terrible que éste. Lo vi de tal manera que traté de explicarlo
cuando escribí
Aurelia
: “vi monstruos que se cambiaban de forma y
despojándose de sus primera pieles se alzaban más poderosos gi-
gantescos. La enorme masa de sus cuerpos rompían las ramas y las
hierbas, y en el desorden de la naturaleza se entregaban a combates
en los que yo mismo tomaba parte, pues tenía un cuerpo tan extraño
como el de ellos. De repente fluyó un aire divino, el planeta se ilu-