sobre el entendimiento
humano y
la obra política titulada
Ensa–
yo sobre el gobierno civil,
que es el objeto de este capítulo.
El título exacto del libro es el siguiente:
Segundo tratado del
gobierno
civil...: Ensayo sobre el verdadero
origen, la
extensión,
y e! fin del gobierno civil.
Lo de
segundo tratado
se debe a que
en un primer tratado (publicado, por io demás, al mismo tiempo)
Locke se había impuesto como tarea refutar los falsos principios
de una obra del escritor absolutista sir Robert Fiimer, el
Patriar-
cha,
que hacía reposar el derecho divino de los reyes en ios dere–
chos de Adán y de los patriarcas.
En el segundo tratado o
Ensayo,
el propósito de Locke es expo–
ner, después de muchas otras, su teoría del Estado, buscando ios
fundamentos de la asociación política («gobierno civil»), delimi–
tando su dominio, extrayendo las leyes de su conservación o de su
disolución. ¡Austero y científico propósito! Pero, más profunda–
mente, ¿qué quiere Locke, cuál es su «sed»?
Se cuenta que Maurice Barres, recibiendo un día a un joven
escritor, que deseaba explicarle sus ideas, le dijo: «Sí, ya sé sus
ideas, pero ¿cuál es su
sed?
Es decir, su deseo profundo, su im–
pulso afectivo, del cual las ideas no son más que la traducción
intelectual.» La sed de Hobbes era, recuérdese, ia autoridad abso–
luta, sin fisuras, que elimina todo riesgo de anarquía, aun expo–
niéndose a sacrificar Ja libertad. La sed de Locke, que explican su
formación religiosa, las peripecias de su existencia, sus decepcio–
nes después de la Restauración y, en fin, su estancia en Holanda,
es ei antiabsoiutismo, el deseo violento de la autoridad contenida,
limitada por e! consentimiento del puebio, por el derecho natural,
a fin de eliminar el riesgo de despotismo, de arbitrariedad, aun
exponiéndose a abrir una brecha a la anarquía. Esta sed antiabso-
iutista entraña la voluntad intelectual de demoler, de una vez para'
siempre, la doctrina del derecho divino, detestable invención de
ios Estuardo y de sus satélites, pérfida obra maestra de cierta
teología, a la vez católica y anglicana, que cubre con el manto di–
vino los peores excesos de la autoridad (coroo la persecución de
los protestantes), tachando de crimen de lesa majestad divina toda
revuelta de los subditos. ¡Cómo! ¡Los subditos habrían de sufrirlo
todo pacientemente, so pretexto de que los soberanos sacan de
Dios inmediatamente su autoridad y de que solo Dios tiene dere–
cho a pedirles cuenta de su conducta! Esta doctrina del derecho
divino era un verdadero veneno de ia política. ¡Era urgente encon–
trarle un antídoto, un contraveneno!
El partido
whig,
que había luchado victoriosamente contra la
prerrogativa de ios reyes Estuardo, tenia necesidad de esle con–
traveneno. La revolución de 1688 era una revolución
whig.
Ai expul–
sar a Jacobo 11, Estuardo incurable, pero soberano legítimo, ¿no
se había atentado contra un principio sagrado? Es lo que se pre–
guntaban con inquietud muchas conciencias inglesas. Locke—apo–
niendo al servicio del partido
whig
su filosofía política, constituida,
por otra parte, anteriormente a la revolución—tiene también, al
escribir el
Ensayo,
esta finalidad de calmar la inquietud dc sus
compatriotas, de sosegar sus escrúpulos.
Locke va a partir, como Hobbes, del
estado de naturaleza y
del
contrato originario;
pero dará de ellos una versión nueva, que le
permitirá exigir en regla la
distinción entre el poder
legislativo
y el poder ejecutivo,
asi como llegar, después, a una
limitación
completamente
terrestre, completamente
htnnana, del poder,
san–
cionada, ел última instancia, por el
derecho de instirrr.ccián
de
los subditos. El lector de Hobbes era subyugado por la fuerza de
un pensamiento imperioso; cl de Locke queda apresado poco a poco
en el desarrollo dc una dialéctica persuasiva, insinuante, sin relie–
ve, servida por un lenguaje fluido y limpio. Se piensa en el curso
de un tranquilo rio de llanura, alumbrado por un sol dulce, bas–
tante pálido. Pero ocurre que el cielo se oscurece, la tempestad
gruñe en alguna parte: así, a veces, el tono dc Locke se levanta,
una sorda cólera hace temblar sus frases monótonas: es su pasión
antiabsolutista que aflora.
Siguiendo la moda intelectual de la época, Locke parle, pues,
del
estado de naturaleza y
del
contrato originario,
que dio naci–
miento a la sociedad política, al gobierno civil. Todo el problema
está, para él, en fundar la libertad política sobre esas mismas no–
ciones, de las que Hobbes extraía una justificación del absolutis–
mo. Alarde, acrobacia intelectual, que no eslá
por
encima de las
fuerzas dialécticas del ingenioso Locke; sin duda, el artifiirio, una
pizca de trucaje, se dejarán entrever en ciertos giros dei pensa-