cir, el poder de emplear su fuerza natural en hacer ejecutar estas
leyes como bien le parezca; se despoja de él para asistir y fortificar
el poder ejecutivo de una sociedad política.
Así, la sociedad, heredera de los hombres libres del estado de
naturaleza, posee, a su vez, dos poderes esenciales. Uno es el íegís-
lalivo,
que regula cómo las fuerzas de un Estado deben ser em–
pleadas para la conservación de la sociedad y de sus miembros.
El otro es el
ejecutivo,
que asegura la ejecución de las leyes posi–
tivas en el interior. En cuanto al exterior, los tratados, la paz y la
guerra constituyen im tercer poder, ligado, por lo demás, normal–
mente al ejecutivo, y que Locke llama
federativo.
El poder legislativo y el poder ejecutivo, en todas las Monar–
quías moderadas y en todos los gobiernos bien regulados, deben
estar en diferentes manos. Hay para ello
una
primera razón pura–
mente práctica, y es que el'poder ejecutivo debe estar siempre
dispuesto para hacer ejecutar las leyes; el poder legislativo no
tiene necesidad de estar siempre en acción, pues no hay lugar para
legislar constantemente: «No es siempre necesario hacer leyes,
pero siempre lo es hacer ejecutar las que han sido hechas,
n
Una
segunda razón, puramente psicológica, se agrega a ésta: la tenta–
ción de abusar del poder se apoderaría de aquellos en cuyas manos
se reimiesen los dos poderes. La manera deductiva, rica y cla–
ra con que nuestro autor desarrolla esta idea forma un con–
traste perfecto con la manera elíptica con que Montesquieu tra–
tará más tarde el mismo tema, inspirándose, por lo demás, direc- •
tamenle en Locke.
Estos dos poderes distintos no son iguales entre sí, pues la pri–
mera y fundamental ley positiva de todos los Estados es la que
establece el poder legislativo, el cuaL tanto como las leyes funda–
mentales de la naturaleza, debe' tender a conservar la sociedad.
El legislativo es, pues, el
supremo
poder;
es
sagrado;
«no puede
ser arrebatado a aquellos a quienes una vez fue confiado». Es el
alma
del cuerpo político, de la que todos los miembros de] Estado
sacan todo lo que les es necesario para su conservación, su unión,
su felicidad. Inevitable supremacía del poder que hace la ley, y a
quien, por la fuerza de las cosas, corresponde la última palabra.
Bodino lo había visto cuando, procediendo a la enumeración de los
«signos de soberanía», comenzaba por el poder de dar y quebran–
tar la ley, primer signo y más importante, en el cual todos los
demás, finalmente, estaban comprendidos.
El poder ejecutivo es, pues, subordinado; pero guardémonos
de ver en él un simple dependiente a las órdenes del legislativo,
y confinado por él a un cometido subalterno de pura y simple
ejecución. El bien de la sociedad exige que se dejen muchas cosas
a la discreción
de aquel que tiene el poder ejecutivo, pues el legis–
lador no puede preverlo todo ni proveer a todo, y hasta hay casos
en que una observancia estrecha y rígida de las leyes es capaz de
causar «mucho perjuicio».
A ta discreción...
¿qué es esto, sino la
prerrogativa
regia,
sobre
cuya extensión sangrientos conflictos habían enfrentado a
tories
y
a
whigs
desde la Restauración? Peligrosa en manos de los Es-
tuardo, esta discrecionalidad deja de serlo en las de Guillermo de
Grange, a quien Locke, su amigo personal, no podía decentemen–
te negársela. Sepamos, en efecto, reconocer en esta teoría de los
poderes separados, si apartamos el velo de abstracción en que se
envuelve (estado de naturaleza, contrato social), la traducción idea–
lizada de la constitución inglesa vista por im
whig.
El legislativo
supremo, sagrado, es el Parlamento inglés, al cual los reyes Estuar–
do habían querido, reincidentes, arrebatar en varias ocasiones el
poder que el pueblo le había confiado.
Pero ¿va a reconstituir Locke en provecho del Parlamento, le–
gislativo supremo, sagrado, ese poder soberano, sin límites huma–
nos, frenado solamente por el poder de Dios, que los absolutistas
atribuían al monarca, sagrado también? El absolutismo no habria
hecho entonces más que cambiar de manos, el derecho divino de
depositario, y la corona, de cabeza.
No ocurre así, pues es aquí donde adquiere todo su alcance
la anunciada diferencia entre la teoría de Hobbes y la de Locke,
a saber: que los derechos naturales de los hombres, según Locke,
no desaparecen a consecuencia del consentimiento dado a la so–
ciedad, sino que, por el contrario, subsisten, Y subsisten para limi–
tar el poder social y fundar la libertad.
Locke no se cansará de repetirlo: si los hombres salieron del
estado de natiuraleza, que estaba lejos de ser un infierno, pero que
presentaba los inconvenientes que conocemos, fue para estar
me–
jor;
fue para estar más seguros de conservar
mejor
sus personas,
su libertad, su propiedad, mal garantizadas en el estado de natura-
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