leza. Por eso, el poder de la sociedad, encamado en el primer jefe
a través de! legislativo, no puede suponerse jamás que
deba exten–
derse más allá de lo que el bien público exige.
No puede ser oabsolu-
tamente arbitrario», en cuanto a la vida y a los bienes del pueblo.
¿Quién, por lo demás, habría podido transferir al legislativo, que
no cs más que el heredero del poder inicial de cada miembro de
la sociedad, un poder arbitrario en cuanto a la vida y en cuanto
a la propiedad? Por una parte, nadie en el estado de naturaleza
posee tal poder sobre st mismo ni sobre otro (afirmación gratuita,
postulado indemostrable, conexo con la idea demasiado amable
que Locke se forma del estado de naturaleza y de las leyes na–
turales). Por otra parte, nadie puede conferir a nadie más poder
que el que él irdsmo posee; el legislativo no podría, pues, poseer
un poder que no posee ninguno de los que formaron la sociedad.
No teniendo como fin más que la conservación, «no podría nunca
tener el derecho de destruir, de esclavizar o de empobrecer delibe–
radamente a ningún subdito;
las obligaciones
de las leyes de la na–
turaleza no cesan en la sociedad, sino que se hacen en ella, inclusive,
más fuertes en muchas
ocasiones».
El mismo razonamiento vale,
a fortiori,
para el ejecutivo y su
prerrogativa,
es decir, ei margen de poder discrecional que debe
serle concedido- Aunque el legislativo sea proclamado supremo y
sagrado, no hay entre él y el ejecutivo ninguna diferencia funda–
mental desde este punto de vista. El pueblo—entendemos por tal
el conjunto, Ja yuxtaposición de los individuos que consintieron
en unirse en sociedad—presta su confianza al legislativo, al igual
que al ejecutivo, para la realización del bien público; nada menos,
pero nada más. Ei poder es un depósito
(trust, trusteeship)
con–
fiado a los gobernantes en provecho del pueblo. Si los gobernantes,
cualesquiera que sean. Parlamento o rey, obran de ima manera
contraria al fin para el que recibieron autoridad—el bien público—,
el pueblo retira su conHanza, retira el depósito y recobra su sobe–
ranía inicial, para confiarla a quien estima a propósito. En el fondo,
aunque Locke evita laborar aquí una construcción rigurosa, el pue–
blo guarda siempre tma soberanía potencial, en reserva; es él, y no
el legislativo, el que tiene el verdadero poder soberano. Hay, por
parte suya, depósito y no contrato de
sumisión.
Pero en tanto que
las cosas permanezcan normales, o, dicho de otro modo, en tanto
que las condiciones del depósito o del
trust
sean respetadas, el
pueblo abandona al legislativo el ejercicio del poder soberano.
¿Quién juzgará, entre el legislativo y cl ejecutivo, sí esle úHimo
ha hecho buen o mal uso de ia prerrogativa? ¿Quién juzgará, entre
el legislativo y e! pueblo, si el primero intenta esclavizar ai segun–
do? ¿Quién jtizgará, quién sancionará la [idclidad de los deposita–
rios del poder, a ellos confiado para el bien público? Es cl pueblo,
a título de depositante, quien «debe juzgar dc esto».
Así se justifica que, contra la fuerza—tanto dei legislativo como
del ejecutivo—«que ha perdido la autoridad», el pueblo pueda em–
plear la fuerza. Hemos llegado a la conclusión de toda la teoría de
Locke, al coronamiento de todo su edificio dialécíico; la justifica–
ción del
derecho de insurrección,
que el aulor del
Ensayo,
en su
lenguaje púdico, califica de derecho de apelar al cielo: "Ei pueblo,
en virtud de una ley que precede a todas ias leyes positivas de los
hombres, y que es predominante.,., se ha reservado un derecho
que pertenece generalmente a todos los hombres cuando no hay
apelación sobre la tierra, a saber: el derecho de examinar si tiene
justo motivo para apelar al cielo.» La resignación plácida dc Bos-
suet:
"contra la autoridad del soberano no puede haber
remedio
más que en su autoridad»,
no convence a Locke. Y si se objeta que
reconocer tal derecho es animar perpetuos desórdenes y exponerse
a ia anarquía, he aquí la respuesta:
En primer lugar, la inercia natural del pueblo no lo induce
a rebelarse más que en último extremo. Además, cuando cl fardo
del absolutismo se hace demasiado insoportable, no hay ya teoría
de Ja obediencia, por teológicamente insidiosa que pueda ser, que
se mantenga:
Elévese a los reyes tanto como se quiera: dénseles lodos los títulos
magníficos y pomposos que se tiene costumbre de darles; dignóse mil
bellas cosas de sus personas sagradas; háblese de ellos como dc hom–
bres divinos, bajados del cielo y dependientes solo de Dios:
im
pueblo
generalmente maltratado
contra todo derecho se cuidará
de
no dejar pasar
una ocasión en la que pueda liberarse de sus miserias y sacudir cl pesado
yugo que se le ha impuesto con tanta injusticia.
En fin, y sobre todo, el orden, el orden externo, no lo cs todo;
no se puede pagar a cualquier precio,
ai,
so
pretexto de paz, resig–
narse a la paz dc los cementerios. Aquí la pasión dc Locke, su fer-