miento a la mirada del lector atento; pero la hábil у apremiante
progresión del razonamiento apenas si deja tiempo de tomar cuer–
po a las objeciones.
Es la existencia de los derechos naturales de! individuo en el
estado de naturaleza la que va a proteger a este individuo de los
abusos del poder en el estado de sociedad. ¿Cómo es esto posible?
Pues porque, en primer lugar, el estado de naturaleza de Locke,
contrariamente al de Hobbes, está regulado por la razón. Porque,
en segundo lugar, contrariamente a Hobbes, los derechos natu–
rales, lejos de ser objeto de una renuncia total por el contrato
originario, lejos de desaparecer barridos por la soberanía en el
eslado de sociedad subsisten. Y subsisten para fundar precisamen–
te la libertad.
El estado de naturaleza es un estado de perfecta libertad y tam–
bién un estado de igualdad (Hobbes también lo veía así). Pero el dul–
ce Locke nos tranquiliza en seguida: este estado de libertad no es,
en modo alguno, un estado de licencia y no implica, como tampoco
el estado de igualdad, la guerra de todos contra todos que Hobbes
nos pintaba con espantosos raSgos. Porque la razón natural «en–
seña a todos los hombres, sí quieren consultarla, que siendo todos
iguales e independientes nadie debe perjudicar a otro en su vida,
en su salud, en su libertad, en su bien». Y, para que nadie intente
invadir los derechos de otro, la naturaleza autorizó a todos a pro–
teger y defender al inocente
y
a reprimir a los que hacen mal:
es el derecho natural de
castigar.
Bien entendido, no se trata de
algo «absoluto y arbitrario» {se ve cómo para Locke los dos tér–
minos son sinónimos); excluye en su ejercicio todos los furores
de un corazón irritado y vindicativo; autoriza solamente las penas
que la razón tranquila y la pura conciencia dictan y ordenan natu–
ralmente, penas proporcionadas a la falta, que no tienden sino a
reparar el daño que ha sido causado y a impedir que ocurra otro
semejante en el porvenir. ¿Cómo ha podido confundir Hobbes esta–
do de naturaleza
y
estado de guerra?
En el número de los derechos que pertenecen a los hombres en
ese estado de naturaleza, pintado por im autor lleno de afabilidad,
coloca Locke con insistencia la propiedad privada. Sin duda. Dios
dio la tierra a los hombres en común; pero la razón, que también
les dio, quiere que hagan de la tierra el uso más ventajoso y más
cómodo. Esta comodidad exige cierta apropiación individual de
los frutos de la tierra, primero, y de la tierra misma, después.
Esta apropiación está fundada en el trabajo del hombre y limitada
por su capacidad de consumo: «tantas yugadas de tierra como el
hombre puede labrar, sembrar y cultivar, y cuyos frutos puede
consumir para su mantenimiento, son las que le pertenecen en
propiedad». Justificación natura! de la propiedad, anterior a toda
convención social. La aparición del oro y de la plata cambiarla
todo esto, permitiendo la acumulación capitalista; pero no esta–
mos todavía en esta etapa; estamos en ese estado de naturaleza
idílico, según Locke, en que no puede, al parecer, haber disputas
sobre la propiedad de otro, porque cada uno ve, sobre poco más
o menos, qué porción de tierra le es necesaria y suficiente,
Pero si el estado de naturaleza no es el infierno de Hobbes, si
reinan en él tanta gentileza y benevolencia, comprendemos mal
por qué los hombres, gozando de tantas ventajas, se han despo–
jado de ellas voluntariamente. S(—nos dice en sustancia Locke
para ¡responder a la objeción—, los hombres estaban
bien
en el
estado de naturaleza, pero se encontraban, no obstante, expuestos
a ciertos inconvenientes que, sobre todo, corrían peligro de agra–
varse; y si prefirieron el eslado de sociedad fue para estar
mejor.
Cada uno, en el estado de naturaleza, es juez de su propia
causa; cada uno, igual al otro, es, en cierto modo, rey; puede verse
tentado a observar poco exactamente la equidad, a ser parcial en
provecho propio y en el de sus amigos, por Interés, amor propio,
debilidad; puede sentirse tentado a castigar por pasión y vengan–
za. He aquí otras tantas graves amenazas para el mantenimiento de
la libertad, de la igualdad natural, para el goce pacifico de la pro–
piedad. En suma, el hombre, en ese estado de naturaleza a primera
vista idílico, carece: de las leyes establecidas, conocidas, recibidas
y aprobadas por consentimiento comlin; de los jueces reconoci–
dos, imparciales, cuyo fimdaraento estriba en la resolución de to–
das las diferencias confonne a esas leyes establecidas; en fin, de
un poder coactivo capaz de asegurar la ejecución de los juicios
fallados. Ahora bien: todo esto se encuentra en el eslado de socie–
dad y, precisamente, caracteriza a este estado. Para beneficiarse
de tales mejoras es para lo que los hombres cambiaron.
Los hombres—escribe sutilmente P. Hazarcl—eran naturalmente libres,
pero para, afirmar esta libertad eran jueces y partes, y p.ira la detensa,
¿a
quién apelar? Los hombres eran naturalmente iguales, pero para man–
tener esta igualdad contra las usurpaciones posibles, ¿qué recursos tcnian?
Habrían caído en un perpetuo estado de guerra si no Iinbic.sen delegado
1...,119,120,121,122,123,124,125,126,127,128 130,131,132,133,134,135,136,137,138,139,...271