Vicente Francisco Torres
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Líquenes profusos envuelven los troncos en su lana verdácea. Las enre-
daderas cuelgan en desorden como los cables de un navío desarbolado,
formando hamacas y trapecios a la azogada versatilidad de los monos;
pues todo es entrar libremente el sol en la maraña, y poblarse ésta de
salvajes habitantes.
Abundan entonces los frutos, y en su busca vienen a rondar al pie
de los árboles el pecarí porcino, la avizora paca, el agutí, de carne negra
y sabrosa, el tatú bajo su coraza invulnerable; y como ellos son cebo a
su vez, acuden sobre su rastro el puma, el gato montés elegante y pinto-
resco, el aguará en piel de lobo, cuando no el jaguar, que a todos ahu-
yenta con su sanguinaria tiranía.
Bandadas de loros policromos y estridentes se abaten sobre algún
naranjo extraviado entre la inculta arboleda; soberbios colibríes zum-
ban sobre los azahares, que a porfía compiten con los frutos maduros;
jilgueros y cardenales cantan por allá cerca; algún tucán precipita su
oblicuo vuelo, alto el pico enorme en que resplandece el anaranjado
más bello […] Los pantanos nada tienen de inmundo, antes parecen flo-
reros en su excesivo verdor palustre. Los naranjos, que se han ensilve-
cido en las ruinas, prodigan su balsámico tributo de frutas y flores, todo
en uno. El más insignificante manantial posee su marco de bambúes; y
la fauna, aun con sus fieras, verdaderas miniaturas de las temibles bes-
tias del viejo mundo, contribuye a la impresión de inocencia paradisía-
ca que inspira ese privilegiado país.
3
La arrobada descripción del paisaje en que Lugones estuvo inmerso
durante casi un año, lo llevará a imaginar las fatigas de los conquis-
tadores, de los primeros europeos que hollaron la selva misionera
con su pie:
El fantástico imperio quedaba, según sus inventores, a dos meses de
viaje por la selva inundada; pero ni esto arredró a los exploradores.
Tribus, terreno, arboledas, animales, régimen meteorológico de la re-
gión, todo les era desconocido. Caminaron durante quince días por un
interminable pantano, llevando a la rodilla y a la cintura el agua, pero
los soles tropicales calentaban hasta una mórbida tibieza en la cual bu-
llían pestíferos fermentos. Con ella apagaban su sed, exasperada por la
fiebre que en ella misma bebían. Los gajos de los árboles eran sus le-
chos […] Llovía entretanto espantosamente, inundándose cada vez
más la selva, y sin que por ello una ráfaga de frescura aliviara la emo-
3
Ibíd.
, pp. 89-91.