Fernando Martínez Ramírez
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de otros campos, como el de la política y el judicial: cada uno, a su
modo, es agitado por una voluntad de poder y de prestigio busca-
dos por encima de todo. Hay, desde luego, supuestos éticos en la
construcción narrativa, porque dominar el
habitus
representado
implica vivir en él, conocer la deshonestidad y la corrupción impe-
rante dentro del mismo. La única sublimación posible por parte del
autor –y de sus personajes– sería sustraerse a la dinámica del cam-
po, es decir, a sus
habitus
y, por tanto, ser desconocido, lo cual re-
sultaría paradójico, pues aunque el silencio se advierte como la
más grande impostura, lamentablemente nadie lo nota, no tiene
destino, y no habría novela.
En ambas obras, el punto de vista estratégico de Enrique Ser-
na es un observatorio antropológico. Construye una mirada ajena,
digamos etnográfica, para evidenciar la alteridad y el aspecto ridí-
culo del cuerpo, del amor, de las costumbres, en fin, de la cultura.
Se trata de una mirada indiscreta que cosifica, por extrañamiento,
la intimidad, las instituciones, los deseos, el lugar común. Los per-
sonajes buscan emociones puras: ser vistos y aplaudidos haciendo
el amor. Vouyeurismo. Copular con una moribunda. Necrofilia.
Mientras tanto el lector, ajeno, indiscreto ante un desfile de sím-
bolos y ritos ofrecidos en su impudicia, en su naturalidad supues-
ta, descubre no sólo el esnobismo de ese espectáculo sino el esno-
bismo del que fraguó el deporte. Y el humor explota en nuestras
manos con una sonrisa entre cómplice y desencantada.
El mundo que nos ofrece el autor tanto en su libro de cuentos
como en su novela, es el de la cultura en general y el de la
alta cul-
tura
en particular. En esta última imperan los favoritismos y las si-
mulaciones. Ganarse una beca implica lamerle los güevos al buró-
crata en turno. El arribismo está a la orden del día y todos
consideran a los demás como unos pendejos. ¡Lástima que tengan
poder! Los escritores parecen más ojetes que los delincuentes, los
intelectuales son tan vacuos como cualquier burócrata, los litera-
tos tienen su séquito y están amafiados. El taloneo y las relaciones
públicas permiten figurar y todos asumen ese derecho. La alta cul-
tura está prostituida. Los que han acumulado algún capital dentro
de este campo, lo monopolizan y comercian con él. Quienes dis-
ponen de escaso capital, los jóvenes o los recién llegados, tratarán
de subvertir el
estatu quo
por medio de alguna herejía o asumien-
do cierta heterodoxia para ser notados y ganar prestigio. Tal es el
caso del escritor marginal asesinado en
El miedo a los animales,
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