Carlos Gómez Carro
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que no tienen otros ejercicios que los de la animalidad. ¿Por virtud
de qué fibras se operará esta adivinanza?”
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Es excesivo encontrar, entonces, en su literatura una repulsa al
cambio y una fe al inmovilismo, pues lo que intenta es inventarse
algo muy distinto: conciliar las pretensiones revolucionarias con la
tradición cultural. Precisamente lo que advertía en la consigna
nova
et vetera
de León XIII y que poblaba las pasiones del poeta: la con-
ciliación de lo nuevo con la viejo; de la novedad en la tradición y no
contra ella. Y si el modelo es el “espejo diario”, lo es porque se trata
de la imagen precisa del cambio moroso, insospechado de un día a
otro, pero no en el cálculo de los años: “Han sido precisos los años
del sufrimiento para concebir una patria menos externa, más mo-
desta y probablemente más preciosa”,
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nos dice. El sufrimiento, no
obstante, ha sido necesario, pues la misma Revolución, que le ha
hecho sentir “una tristeza reaccionaria”, le ha descubierto, y entre-
gado, también una patria que lo ha modelado “por entero” y lo ha
hecho distinto al que sólo conocía “la
o
por lo redondo”. No hay,
pues, ningún quietismo atávico en su vehemencia, sino la idea del
cambio sin pausa, moderado por la reflexión diaria, al modo de la
“oración inventada por San Silvino”, a saber el
Ave María
: “Dios te
salve María, llena eres de gracia...”, y al ritmo cadencioso y musical
de una “sonaja” (
son-aja
), en “la carreta alegórica de paja”, arcano
final de “La suave patria”.
Vaya, ni siquiera es opuesto a la Revolución en su sentido bási-
co y en sus propósitos, en la que ve “el progreso” indispensable. En
su correspondencia con su amigo Eduardo Correa, señala con una
nitidez nada parroquial (8 de abril de 1911):
...los obispos que hasta ahora han hecho declaraciones, en vez de man-
tenerse en un campo neutral,
ya que el movimiento encabezado por el
señor Madero en nada afecta al catolicismo de un modo desfavora-
ble
, se han supeditado al gobierno con la más lamentable de las parcia-
lidades. No quiero hablar del señor Valdespino, de quien jamás tuve
opinión en lo relativo a facultades intelectuales. Este señor condena ca-
tegóricamente la revolución porque “nadie puede aprobar el robo y el
asesinato”. Yo pregunto ¿no es triste que un obispo muestre un criterio
político tan rudimentario
y unas tan confusas nociones sobre la ley
del progreso?
[...]
22
R. López Velarde,
loc. cit
.
23
Ibíd
., p. 282.