Fernando Martínez Ramírez
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se nota desde el principio, con su prédica acerca de lo normal y lo
extraordinario.
Los cuentos de
Una violeta de más
no deben leerse, por tanto,
obsesivamente, rastreando las características de un género. Hay
que darles sus pausas y darnos una tregua, para que el efecto de
fantasía —que no fantástico— no pierda su encanto. Muchas de
las historias carecen de fuerza, corren el riesgo de perder pronto
su poder de seducción, sobre todo cuando se adivina el efecto,
una vez que desciframos el código o éste comienza a ser repetiti-
vo: la sorpresa es menor, la sugestión se desmorona. La vacilación
todoroviana sólo se sostiene, débilmente, en algunos relatos, sin
embargo, el espanto preconizado por Caillois, nunca llega, lo cual
no significa que no recibamos con indulgencia algunas lecciones.
Así sucede, por ejemplo, con “La vuelta a Francia”, donde un
manicomio se transforma en metáfora del mundo, con sus mu-
danzas, sus clases sociales y sus simulaciones. Los doctores y en-
fermeros personifican a políticos: crean ilusiones periódicas con las
que encausan la energía de los alienados, que creen vivir en un
hotel de lujo y asumen con naturalidad su posición en el mundo.
El lenguaje resulta epígono de estas formas de arrobamiento. El
narrador y los personajes se expresan con formas típicas de enun-
ciación mediante las cuales revelan su condición de hablantes es-
pecíficos, formas discursivas que al colocarse en un contexto im-
propio producen el efecto vesánico que le permite al lector
transformarse en observador, concurrente a una fiesta de locos
que no saben que lo son, sorprendido ante la naturalidad con que
el humano construye sus quimeras, los artificios que nos permiten
vivir, las formas de enajenación que sancionan nuestra estancia en
el mejor de los mundos posibles. Los niños son la culminación ex-
tática de esta mirada: observadores ingenuos, excluidos de un
mundo necio y soporífero, con sus repeticiones y rituales, donde
creemos que nuestros actos son realmente importantes, cuando
en verdad resultan las expresión misma del ridículo. De pronto el
universo nos estalla, se ha vuelto risible, hipnótico, descobija nues-
tra estulticia y cansancio, lo inútil que parece el esfuerzo por ser
notado, por salir de la ignominia. Hemos abandonado la actitud
condescendiente y miramos las cosas “tal y como son”, según pa-
labras usadas por el propio narrador. “Este mundo fútil, sin la me-
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