Fernando Martínez Ramírez
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tros y cómo, únicamente para descubrir que nos están espetando
nuestros olvidos y rutinas, devolviéndole su novedad y engaño a lo
cotidiano. La sinécdoque también es desdoblamiento, heteroni-
mia, el otro que somos, un lado oscuro, nocturno y mortífero,
nuestro lado en ruinas o hipócrita, esa presunta diferencia que tan-
to defendemos y que en el fondo constituye nuestra conformidad
y nuestra derrota. Y al final la tristeza, la frustración, el nihilismo.
Salvo las cosas, los únicos que tienen voz son los locos, los ar-
tistas y los fantasmas, que deben ser considerados heterónimos,
es decir, representaciones de una condición a veces delicada, otras
absurda. La vida del artista-amante es un sueño que termina en el
suicidio o en la necesidad de la muerte. Los fantasmas son más
reales porque aman y reconocen su lascivia y lubricidad. Los locos
enmudecen en sus incoherencias. Todos heterónimos de una mis-
ma necesidad: la de reconocer la vida, el lado profundo y olvidado
de las cosas, pero también su carácter deceptivo. Son cuentos
donde la ilusión está contenida, oculta tras un escepticismo inque-
brantable, necesario para la escritura.
Al final, parece que se busca la redención a esta existencia
tonta, y por eso habla el indio, y luego el Hombre, con mayúscula,
que se pasa la vida en afanes infructuosas y olvida la alegría. La
muerte llega, o mejor, se encuentra. Y ahora sí, habla el escritor,
trasunto de todas las historias, habla en primera persona, y le ha-
bla a la muerte, sin artilugios, porque ha sido encontrada al fin, y
es lo único auténticamente deseable, por desconocido… Nos
queda un sentimiento ambiguo donde no triunfa ni la frustración
ni la esperanza. La maniobra fantástica ha resultado una forma de
delación existencialista y una escapatoria ontológica. Por lo me-
nos nuestro autor, en este primer libro, supo cómo perpetrar sus
huidas…
En cambio en
Una violeta de más,
aunque persiste esta preo-
cupación filosófica presente en
La noche,
Tario disipa el efecto ale-
górico —y por tanto la lectura poética— porque moraliza o expli-
ca sus historias, y renuncia así al efecto fantástico, que debió
lograrse con la representación, es decir, desde la ficcionalidad,
desde la construcción narrativa.
La literatura fantástica es un “espanto voluptuoso”, dice Cai-
llois,
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es decir, lo fundamental en ella es el estremecimiento esté-
7
R. Caillois,
op. cit.,
p 19.
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