Francisco Gabriel Binzhá
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de todo y todos, con plena intención de probar ese otro sabor que la
soledad pare cuando la distancia es mucha. El no estar conviviendo
día a día con la monotonía que los muros y ventanas cotidianos sal-
pican, llenos de tiempo ensimismado y cubierto de podrida memo-
ria. Así es como llega a España –al último bastión revolucionario,
como lo llamaría él– con poco dinero en el bolsillo y la mirada ex-
traviada ante esa nueva geografía que el Viejo Mundo detiene bajo
sus cielos.
Ya ahí, el autor toma por destino anclador un pequeño pueblo
costero de nombre Badalona, situado en Cataluña, antiguo pueblo
que despedía el aroma que los espectros avinagrados por los siglos
despiden. “¡Agujero de España, tan deseado por los intelectuales
mexicanos y en general por los intelectuales de Latinoamérica”, re-
gistraría Luis en su diario de aquella tierra.
Es en una habitación, de la hostería donde se hospeda, en la que
comienza a fraguar de una manera incisiva y poderosa las líneas de
una obra ágil y revolucionaria, entre la frágil luz de focos que no
logran borrar del todo la penumbra, línea a línea van emergiendo
y configurándose parte del rostro de aquellos demonios y contra-
hechos que se atisban llenos de memoria fecundada de todos esos
siquiátricos (re)visitados, inmundicias crecientes y violentas que
cruzan desaliñadamente en la pluma del escritor ante aquella invo-
cación. Arribar a Badalona significó para el autor, más allá de una
interludio necesario para con su ser, un espacio de silencio, un si-
tio estático y vacío, fértil para la escritura y vasto para la creación.
Badalona, con sus bares y borrachos, anclados a un tiempo y un es-
pacio ajeno al extranjero, y sus féminas nacientes entre sombras
y vientos, y la canción que se aprisiona entre las piedras y el mar
cuando el bohemio las entona, evocando los días de gloria, de revo-
lución, de cambios.
No obstante, la condición de extranjero, de extraño, de ser ajeno
en esa tierra que sentía el joven escritor, contrastaba enormemente
al sentirse común y familiarizado con la ideología, y eso fue un ele-
mento clave para estructurar magistralmente el duro rompecabezas
que representaba su obra. Combinando la escritura con los vagares
en el pueblito costero, charlando con los pescadores, comiendo co-
nejo, visitando ahora el bar, viendo alguna película, observando y
siendo testigo del caer del crepúsculo, o dejándose llevar por el rui-
do de los árboles cuando el viento los atravesaba, poco a poco las
páginas comenzaron a apilarse, ora con velocidad, ora con lentitud,
resultado de una escritura no lenta sino de difícil traducción de