pero que presiden todas las que se ofrecen, dirigen el desa–
rrollo acumulativo de una ciencia. Los «descubrimientos
científicos», que constituyen el camino de ese desanoUo
normal, se suceden dentro de ese cuadro. El progreso de
una ciencia continúa de esa forma hasta que la invención
de nuevas teorías, con objeto de explicar nuevos hechos
o nuevas experiencias, implican ya un cambio de paradig–
ma, el abandono radical de los viejos supuestos y la in–
troducción correlativa de nuevos paradigmas que despla–
zan a los antiguos. Cuando esto ocurre, se ha producido
una «revolución científica».
Como físico,
K
U H N
ilustra especialmente esa estructura
en la evolución de las ciencias en el campo que él domina
y va explicando el paso de los paradigmas de la física de
A
HISTÚTBLES
, a la de P
TOIXIMEO
, o G
ALILEO,
N
E W T O N ,
F
RAN–
K L I N ,
M
A X W E L L
.
Max
P
LANK,
E
I N S T E I N
,
etc., con desvíos so–
bre la química, la biología y otras ciencias naturales. En
su Postfacio de 1969, que aparece en la segunda edición,
K
U H N
postula ya una aplicación de sus tesis centrales a las
ciencias sociales, aunque afirma su inseguridad en este
terreno.
No se trata de discutir aquí problemas generales de
epistemología científica, naturalmente. Queremos sugerir,
con toda sencillez, que esa estructura de las revoluciones
científicas nos parece especialmente aplicable, sin compro–
meternos demasiado a la demostración del aserto, a la
evolución científica del Derecho Administrativo, Surgido
como un subproducto de los dogmas centrales de la Revo–
lución Francesa, como yo mismo he intentado explicar
parcialmente (remito a mí ya viejo libro.
Revolución
Fran–
cesa y Administración
contemporánea,
1.'
ed., 2.* reimpre–
sión, Madrid, Taurus, 1987), le costó prácticamente im
siglo lograr poner en relación a dos de esos dogmas bási–
cos, el imperio de la Ley y la posición juridiea del ciuda–
dano cr»"io titular de posiciones jurídicas activas, de de–
rechos fundamentales especialmente. Esa articulación fue
la gran obra histórica del Consejo de Estado francés, con
su gran invención del
excés de pouvoir,
que puede consi–
derarse formado a comienzos de este siglo
(L
APERRIÈRB
aún no lo comprendía en 1889 y lo estimaba «un cierto
relajamiento de la doctrina juridiea»). Ese recurso de ex–
ceso de poder o de anulación, considerado como im recur–
so «objetivo» o de la legalidad, sin partes propiamente
dichas (el «interés» que ha de alegar el recurrente sería
im «simple requisito de seriedad» para poner en marcha
ios poderes de oficio del juez administrativo, él mismo
parte de la Administración), un verdadero «proceso al
acto» y no de tutela de derechos, puramente declarativo,
cuyas consecuencias sólo a la Administración tocaría ex–
traer, toda esta concepción bien conocida
(vid.
nuestro
Curso de Derecho administrativo,
en colaboración con
T.
R.
F
E R N Á N D E Z
,
tomo II, 2." ed., pág. 36 y sigs.) ha sido
el pivote central sobre el que ha girado todo el Derecho
Administrativo de tipo francés hasta hoy mismo. En el
momento de establecer un sistema de justicia en la Euro–
pa comunitaria (en 1951 primero con la CECA, en 1957
después, en el Tratado de Roma), a ese sistema se acu–
dió' porque se estimaba el más evolucionado y el más
sofisticado. Los italianos hicieron a finales del siglo pasa–
do su peculiar adaptación del mismo modelo del recurso
de anulación, a través de la división jurisdiccional entre
tutela de derechos subjetivos y tutela de intereses legíti–
mos. Cuando los anglosajones comenzaron a deplorar la
insuficiencia de su sistema de protección judicial contra
la Administración aceptaron de plano que sólo un sistema
como el francés podría suplir ese capital déficit.
En fin, nosotros mismos, ¿qué otra cosa hemos hecho
que mirar con envidia los avances reales del sistema fran–
cés e impulsar su adopción a través de estudios y, sobre
todo, de reformas legislativas? Aunque la Ley de 1956 ha-
' De
nuevo remito a mi colaboración en el
Tratado de
Derecho
Comunitario
Europeo,
cit., tomo
I,
pág.
668
y sigs.