do, de una gran necesidad, o de ignorar si el becho cometido es un
crimen o no, pueden muchas veces ser juzgados con benignidad, sin
perjuicio para el Estado; y la benignidad, cuando hay razón para ejer–
cerla, es requerida por la ley de naturaleza. Los castigos de Uderes y
maestros en un Estado, no el de la pobre gente que ha sido seducida,
son, cuando se ejecutan, beneficiosos para el Estado, en virtud del em–
pleo que dan. Ser severo con el pueblo es castigar esa ignorancia que
puede en gran parte imputársele al soberano, pues suya fue la falta
de que ias gentes no estuviesen mejor instruidas.
Recompensas.
De igual manera, es función
y
deber del soberano
aplicar siempre sus recompensas de tal modo que de ello se derive un
beneficio para el Estado: en eso radica su utilidad y su fm. Y tal cosa
es la que se consigue cuando, los que han servido bien al Estado, son
premiados adecuadamente —siempre con el menor gasto posible para
el Tesoro púbhco—, para que así otros encuentren estímulo en ser–
virlo lan fielmente como les sea posible, y en estudiar las anes que
puedan capacitarlos para llevar a cabo ese servicio de una manera me–
jor. Comprar con dinero o con prebendas el silencio de un subdito
popular y ambicioso para que éste desista de poner Ideas subversivas
en las mentes del pueblo, nada tiene que ver con la naturaleza de la
recompensa (la cual no está ordenada a premiar la falta de servicio,
sino el servicio prestado en el pasado); y tampoco es ello una señal
de gratitud, sino de miedo; ni tiende al beneficio del púbÜco, sino a
su daño. Es una manera de habérselas con la ambición, que se parece
a la lucha de Hércules con la monstruosa Hidra que, teniendo varias
cabezas, por cada una que le era cortada, le crecían tres. Pue es eso
mismo lo que ocurre cuando la terquedad de un individuo popular
trata de ser atajada con recompensas: que, con el ejemplo, surgen mu–
chos más que hacen el mismo mal, esperando recibir igual beneficio;
y lo mismo que sucede con cualquier cipo de objetos manufactura–
dos, la malicia se multiplica cuando resulta vendible. Y aunque a ve–
ces una guerra civil puede ser aplazada haciendo uso de esos proce–
dimientos, el peligro de que tenga lugar será aún mayor, y la ruina
del pueblo más cierta. Va, por canto, contra el deber del soberano, a
cuyo cargo está la seguridad pública, recompensar a quienes aspiran
a la grandeza perturbando la paz de su país, en vez de poner coto a
esos hombres desde un principio, corriendo un riesgo pequeño que,
conforme vaya pasando el tiempo, será mayor.
Consejeros.
Otra función del soberano es elegir buenos conse–
jeros, y entiendo por cales aquéllos de los que se debe cornar consejo
en el gobierno del Estado. Porque esca palabra consejo,
consilium,
de–
rivada de
considium,
tiene un amplio significado y comprende todas
las asambleas de hombres que se reúnen no sólo para deüberar lo que
habrá de hacerse en adelante, sino también para juzgar de hechos pa–
sados y de la ley para los presentes. Tomo aquí la palabra sólo en su
primer sentido; y en este sentido no existe elección de consejeros en
una democracia ni en una aristocracia, porque las personas que acon–
sejan son ya miembros de la persona aconsejada. La elección de con–
sejeros es propia de una monarquía, en la cual, el soberano que no
trata de escoger a aquéllos que son los más capaces en cada clase de
asunto, no está desempeñando su función como debería. Los conse–
jeros más capaces son aquéUos que tienen menos esperanza de bene–
ficiarse dando mal consejo, y los que tienen mejor conocimiento de
las cosas que conducen a la paz y defensa del Estado. Es difícil saber
quién espera beneficiarse de los disturbios públicos; pero la señal que
puede llevarnos a abrigar una justa sospecha es el apoyo que dan al
pueblo, en sus demandas irrazonables o irremediab es, hombres cu–
yos bienes no son suficientes para cubrir sus gastos acostumbrados,
y estos signos son detectados fácilmente por quien tenga la misión
de descubrirlos. Pero saber quién es el que tiene mejor conocimiento
de los asuntos públicos es mucho más difícil y quienes lo saben son
los que menos o necesitan. Porque saber quién es el que sabe las re–
glas de casi cualquier arte, implica tener ya un gran conocimiento del
ane en cuestión; pues ningún hombre puede estar seguro de la co–
rrección de ias regias que otro usa, a menos que se le haya enseñado
primero a entenderlas. Pero los mejores signos que indican conoci–
miento de cualquier arte son mucha conversación que demuestre fa-
miharidad con el asunto y la evidencia conscance de buenos resulta–
dos. El buen consejo no es algo que viene por azar, ni algo que se
hereda. Por lo tanto, no hay más razón para esperar buen consejo
del rico o de! noble en cuestiones de Escado, que para esperarlo en
la cuestión de delinear las dimensiones de una fortaleza, a menos que
tengamos la idea de que, en el estudio de la política, no se requiere
un método (como en el estudio de la geometría), sino que basta con
hmicarse a observar; lo cual no es así. Porque la política es el estudio
más difícil de los dos. En esta parte de Europa se ha considerado
como derecho de ciertas personas tener un puesto, por herencia, en
el más alto consejo de Escado; esto proviene de las conquistas de los
antiguos germanos, entre quienes muchos señores con poder absolu–
to, asociados para conquistar otras naciones, no habrían entrado en
la confederación sin unos privilegios que pudieran ser distinciones de
superioridad en el tiempo por venir entre su posteridad y la posteri–
dad de sus subditos. Y estos privilegios, al ser incompatibles con el
poder soberano, sólo podían ser aparentemente disfrutados por fa–
vor del soberano. Pero cuando quisieron reclamarlos como si fueran
un derecho suyo, poco a poco los fueron perdiendo, y al final no les
quedó más honor que ei que correspondía naturalmente a sus
aptitudes.
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