zón, y podrán millones de hombres ser inducidos a creer que un mis–
mo cuerpo puede estar en mnumerables lugares a una y la misma vez,
lo cual va contra la razón, y no podrán los hombres ser, sin embar–
go, capaces de recibir, mediante la enseñanza y la predicación, y pro–
tegidos por la ley, cosas que están tan de acuerdo con ia razón, que
cualquier hombre libre de prejuicios sólo necesitaría oírlas para acep–
tarlas? Saco de esto la conclusión de que no hay dificultades en la ins–
trucción del pueblo acerca de los derechos esenciales que son las le–
yes naturales y fundamentales de la soberanía, siempre y cuando el
soberano mantenga su poder absoluto. Si hay dificultad, ésta proven–
drá de una falta del soberano mismo, o de aquéllos en quienes él ha
confiado la administración del Estado. En consecuencia, es un deber
del soberano hacer que el pueblo sea instruido como corresponde; y
no sólo es su deber, sino también su beneficio y el modo de asegu–
rarse contra el peligro que pueda cernirse sobre su persona natural,
proveniente de una rebelión.
Y, para descender a particulares, al pueblo debe en–
señársele, en primer lugar,que no debe enamorarse de
ninguna forma de gobierno que vea practicada en na–
ciones vecinas, más que de ia propia, ni desear cam–
biar ésta, por mucha que sea la prosperidad que ob–
serven en naciones que están gobernadas de una manera diferente a
la de su propio país. Porque la prosperidad de un pueblo gobernado
por una asamblea aristocrática o democrática, no proviene ni de la
aristocracia ni de la democracia, sino de la obediencia y concordia de
los subditos. Tampoco florecen los pueblos bajo una monarquía sim–
plemente porque es un solo hombre el que los gobierna, sino porque
os subditos lo obedecen. Si, en cualquier tipo de Estado, e ¡mina–
mos la obediencia y, consecuentemente, la concordia entre el pueblo,
no sólo impediremos que ese Estado florezca, sino que también lo
veremos disolverse en breve plazo. Y quienes se guían por la deso–
bediencia, nada menos que con el propósito de reformar el Estado,
se encontrarán con que, actuando de este modo, están disolv¡éndolo.
Ocurrirá con ellos lo mismo que con las msensatas hijas de Peleo
según cuenta la fábula; las cuales, deseando renovar la juventud de
su decrépito padre, y siguiendo el consejo de Medea
lo conaron
en pedazos y lo pusieron a hervir con unas hierbas extrañas, pero no
consiguieron con eso hacer de él un hombre nuevo. Este deseo de
cambio es como un quebrantamiento del primero de los mandamien–
tos de Dios; porque Dios dice
A'on habebis Déos alíenos,
esco es. No
A los ¡libditos
debe enseñárseles
no desear un
cambio de
яоЫегпо.
No adherirse, a
hombres
populares, en
contra del
soberano.
Peleo. íepín la mitología griega, era hijo de Eaco. De su unión con Tetis nació
Aquí les.
" Medea (mil): Princesa de Cólquide, dotada de poderes mágicos.
tendréis Dioses de otras naciones; y en otra parte, haciendo referen–
cia a los
reyes,
dice que éstos son
Dioses.
En segundo lugar, a! pueblo debe enseñársele que
no debe dejarse llevar por la admiración de la virtud
de ninguno de sus co-súbditos, por mucho que desta–
que o por muy brillante que sea su prestigio dentro
del Estado; y que tampoco debe dejarse llevar por la
admiración a una asamblea, excepto la asamblea soberana, hasta el
punto de rendirle obediencia y honor que sólo deben rendirse pro–
piamente al soberano, que es la persona a quien esas otras asamb eas,
cada una de ellas en su función particular, representan; y no debe tam–
poco el pueblo dejarse influir por ellas, excepto en aquello que dic–
tan por encargo de la autoridad soberana. Pues no puede imaginarse
que un soberano ame a su pueblo como debe, si no muestra celo para
con é!, sino que se limita a sufrirlo a causa de ia adulación de hom–
bres populares que seducen al pueblo y se apoderan de su lealtad,
como ha sucedido a menudo, no sólo en secreto, sino también abier–
tamente, basca el punco de proclamar los predicadores el casamienco
entre ellos y el pueblo
in facie ecclesiae, y
de anunciarse esta unión
en plena calle. Lo cual podría compararse adecuadamente con una
violación del segundo de los diez mandamientos.
En tercer lugar, y como una consecuencia de lo an-
No disputar el
tenor, el pueblo debe ser informado de cuan grande
poder soberano.
falta es hablar mal del representante soberano, ya sea éste un hombre
o una asamblea de hombres, o argüir y disputar contra su poder, o
usar su nombre de una manera irreverente que puede traer consigo
el desprecio de sus subditos y una debilitación de esa obediencia en
la cua consiste la seguridad del Escado. Doctrina ésta a ia que ei ter–
cer mandamiento apunta, debido a su seme)anza.
En cuano lugar, considerando que ai pueblo no
puede enseñársele esto, y que, si se le enseña, no lo re–
cuerda; y considerando también que, después de pa–
sada una generación, y si no reserva un tiempo toma–
do de su diaria labor para escuchar a quienes han sido designados
para instruirlo, puede llegar a ignorar en quién reside el poder sobe–
rano, es necesario que se establezcan períodos determinados de ins–
trucción, en los que el pueblo pueda reunirse, y en los que, después
de rezar y de alabar a Dios (el soberano de los soberanos), escuchen
a quienes les digan cuáles son sus deberes y cuáles son las leyes po–
sitivas que les conciemen a todos, leyéndoselas y explicándoselas, y
recordándoles quién es la autoridad que ha hecho esas leyes. Con
este fin tenían los ¡udíos, el día séptimo de cada semana, un
sabático
durante el cual la ley se les leía y exphcaba; y en la solemnidad de
este día, se les recordaba que su rey era Dios, el cual, después de ha-
Y tener días
reservados al
aprendizaje de sus
deberes.
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