soberanía.
puede aconiecerle en su vida, es ia función del sobe–
rano mantener esos derechos en su totalidad. Consencuentemente, va
contra su deber, en primer lugar, transferir a otro, o renunciar a cual–
quiera de tales derechos. Pues quien abandona los medios, abandona
también los fines; y abandona los medios aquél que, siendo el sobe–
rano, se reconoce a sí mismo sujeto a las leyes civiles, y renuncia al
poder de la suprema judicatura, o al de hacer ia guerra o la paz por
su propia autoridad, o ai de juzgar cuáles son las necesidades del Es–
tado, o al de recaudar dinero y reclutar soldados cuando, y en la cuan–
tía que su propia conciencia estime necesario, o al de nombrar fun–
cionarios y mmistros para tiempos de guerra y tiempos de paz, o al
de designar maestros y examinar qué doctrinas se conforman y qué
doctrinas son contrarias a la defensa, paz y bienestar del pueblo. En
O
no asegurarle
segundo lugar, va contra su deber dejar que ei pueblo
ignore o esté mal informado acerca de los fundamen–
tos y razones en que se basan esos derechos esenciales
de que oí pueblo
se le enseñe cuales
son los
fundamentos en
que se basan estos
derechos.
suyos; pues por causa de esta ignorancia, los hombres
pueden ser fácilmente seducidos y llevados a oponer
resistencia al soberano cuando el Estado requiera que
esos derechos se usen y se ejerciten.
Y los fundamentos de estos derechos necesitan ser ensenados con
ddigencia y con verdad; pues no pueden mantenerse recurriendo a
ley civil alguna, o por terror a un castigo legal. Pues una ley civil que
prohiba la rebelión (y rebelión es cualquier tipo de resistencia a os
derechos esenciales de la soberanía) no obhga como ley civil, sino en
virtud de la ley natural que prohibe violar la fe. Y si los hombres des–
conocen esta obhgación natural, no pueden saber cuál es el derecho
de ninguna de las leyes que el soberano haga. Y en cuanto al castigo,
lo tomarán como un simple acto de hostilidad, el cual tratarán de evi–
tar mediante actos de hostilidad, siempre que se consideren con fuer–
za suficiente para hacerlo.
Objeción de
quienes dicen que
no hay principios
de razan que
justifiquen la
soberanía
absoluta.
igual que he oído decir a algunos que la justicia es
sólo una palabra, y que cualquier cosa que un hombre
pueda adquirir por la fuerza, no sólo en la condición
de guerra, sino también en un Estado, es suya, lo cual
ya he demostrado que es falso, hay también otros que
afirman que no hay fundamentos m principios de ra–
zón en ¡os que puedan apoyarse esos derechos esenciales que hacen
absoluta la soberanía. Pues si los hubiera, podrían encontrarse en al–
gún sitio, mas vemos que, hasta ahora, no ha habido ningún Estado
en el que esos principios hayan sido reconocidos o desafiados. Pero
esta manera de argumentar es tan equivocada como lo seria si los pue–
blos salvajes de América negasen que hubiera fundamentos o princi–
pios de razón para construir una casa que durase lo que pudiesen du–
rar los materiales que la componen, simplemente porque jamás han
visto una casa tan bien construida. El tiempo y el trabajo producen
cada día nuevos conocimientos. Y así como el arte de construir bien
se deriva de principios de razón que son observados por los hombres
aphcados que han estudiado por extenso la naturaleza de los mate–
riales y los diversos efectos de la figura y de la proporción mucho
después de que la humanidad empezase, aunque defectuosamente, a
construir, así también, mucho después de que os hombres hayan em–
pezado a constituir Estados, imperfectos y susceptibles de derrum–
barse y de recaer en el desorden, puede que, mediante industriosa me–
ditación, se descubran principios de razón que, excepto en caso de
violencia extema, hagan que la constitución de un Estado dure para
siempre. Y tales principios son los que quedan establecidos en este
discurso. Que sean observados por quienes tienen el poder de po–
nerlos en uso, o que sean o no desestimados por ellos, es algo que,
en ei día de hoy, afecta muy poco a mis intereses paniculares. Pero,
aun suponiendo que estos principios míos no sean principios de ra–
zón, estoy seguro de que son principios tomados de la autoridad de
la Escritura, Y lo mostraré cuando hable del reino de Dios adminis–
trado por Moisés sobre los judíos, su pueblo elegido, mediante
convenio.
Mas podrá insistirse diciendo que, aunque estos
Objeción furuiada
principios sean correctos, la gente común no tiene ca-
^
incapacidad
pacidad suficiente para que alguien pueda hacérselos
delwlgo.
entender. Me alegraría si los subditos ricos e influyentes de un reino,
o quienes son considerados como mejor instruidos, no fueran menos
incapaces. Pero todos los hombres saben que los obstáculos con que
tropieza este tipo de doctrina que yo propongo, no tanto prorienen
de la dificultad del asunto, como de los intereses de quienes han de
aprenderla. Los individuos influyentes tienen siempre dificultad en
digerir doctrinas que establecen un poder capaz de poner coto a sus
caprichos; y los hombres doctos tienen dificultades en digerir cual–
quier cosa que ponga al descubierto sus errores y que, como conse–
cuencia, disminuya su autoridad. Mas ias mentes del pueblo común,
a menos que estén emponzoñadas por ia sumisión a los poderosos
o emborronadas por las opiniones de los doctos, son como un papel
en blanco, listo para recibir cualquier cosa que ia autoridad imprima
en ellas. (Podrán naciones enteras ser Uevadas a dar su
aquiescencia
a los grandes misterios de la religión cristiana que sobrepasan la ra-
" Hobbes se cuida de utilizar et término .potem-, que aquí traducimos con lapa–
labra -poderoso», cuando se refiere a aquéllos que,
sin autoridad del soberano,
ejercen
algún tipo de poder sobre los demás. Es a ésos a quienes se alude en esta ocasión,
y
en otras, como podrá deducirse del contexto .