rado рог los franceses cuando los barones se rebelaron contra el rey
Juan *^
No
e s
esto algo que sucede únicamente en las monarquías. Pues
aunque el antiguo Estado Romano se daba a sí mismo el nombre de
Senado y Pueblo de Roma,
ni el Senado ni ei pueblo pretendían po–
seer ei poder absoluto, lo cual fue causa, en primer lugar, de ias se–
diciones de Tiberio Graco, Cayo Graco, Lucio Saturnmo y otros; y,
después, de las guerras entre el Senado y ei pueblo bajo Mario y Sila
y, más tarde, bajo Pompeyo y César, hasta la extinción de su demo–
cracia y el establecimiento de ia monarquía
Las gentes de Atenas juraron obediencia en todo, excepto en una
sola acción, que fue ésta: que nadie, bajo pena
de
muerte, debía pro-
)Oner
ia renovación de la guerra por la isla de Salamis; y si Solón no
lubiera conseguido hacerles pensar que se había vueito loco, y des–
pués, con ademanes y vestiduras de demente, y en verso, se lo hu–
biera propuesto a la muchedumbre que se arracimaba en torno a él,
los atenienses habrían tenido que habérselas constantemente con un
enemigo, incluso en ias mismas puertas de su ciudad
Daños y ame–
nazas así afectan a codos los Estados que han limitado su poder, por
pequeña que haya sido la limitación.
Juicio privíuJo
Me referiré ahora, en segundo lugar, a las
enfer-
acercadeloque
medades
de un Estado que proceden del veneno de
"ие
eÍtámal' ^
doctrinas sediciosas, una de las cuales es ésta :
que cada
individuo particular es juez de las buenas y de las ma
las acciones.
Esto es verdad en la condición de mera naturaleza don
de no hay leyes civiles, y también bajo un gobierno civil, en aquellos
casos que no han sido previstos por ia ley. Con estas dos excepcio
nes, es evidente que, en toda otra circunstancia, es ia ley civil la que
establece la norma de lo que es una acción buena y una acción mala;
y es el juez, el cual siempre representa al Estado,
el
que puede legis
lar. Basados en la falsa doctrina sobre este particular, los hombres se
consideran capacitados para debatir y disputar entre sí acerca de los
mandatos
del
Estado, y para después obedecerlos o desobedecerlos,
según les parezca mejor conforme a su juicio personal. De esta for
ma, el Estado se desequilibra y
debilita.
" Juan Sincierra (1167-1216) rey de Inglaterra, con dommios en Francia, Su rei
nado estuvo presidido por una constante lucha contra la поЫега. La rebelión de los
barones a que se refiere Hobbes culminó con la promulgación de la famosa
Carta Mag–
na,
firmada por el rey en capitulación ante las demandas de los señores feudales,
^' La sediciones de los Gracos y de Lucio Saiumino asi como las guerras civiles
л
que Hobbes alude, están profusamente documentadas
y
pueden encontrarse en cual–
quier historia de ia Roma Antigua.
*^ VéaK, sobre esto. Plutarco,
Vidas,
«Solón».
Otra doctrina que repugna a ia sociedad civil es
Conciencia
aquélla de que
todo lo que un hombre hace en contra
errónea,
de lo que le dicta su propia conciencia es pecado,
doctrina basada en
la presunción de hacerse a uno mismo juez de lo bueno y de lo malo.
Porque
la
conciencia de un hombre, y su juicio, son una misma cosa
y, como ocurre con su |uicio, también su conciencia puede ser erró–
nea. Por lo tanto, aunque quien no está sujeto a ley civil peca en todo
aquello que hace en contra de su conciencia, ya que no tiene más nor–
ma por la que guiarse que la que le proporciona su propia razón, no
es ése el caso cuando un hombre vive dentro de un Estado; pues la
ley es entonces la conciencia pública por la que él se ha propuesto
guiarse. De no ser así, el Estado se disolverá necesariamente en u n a
diversidad de conciencias privadas, es decir, de opiniones privadas, y
nadie obedecerá al poder soberano en aquello que no se presente
como bueno a sus propios ojos.
Se ha pensado también comúnmente
que la fe y la
Pretensiones de
santidad no se consiguen mediante el estudio
y
el uso
inspiración,
de la razón, sino por infusión o inspiración sobrenatural.
Si concede–
mos esto, no veo por qué un hombre debe dar razón de su fe, o por
qué cada cristiano no debería ser también un profeta, o por qué un
hombre debería aceptar la ley de su país para guiarse en sus acciones,
en vez de guiarse por su propia inspiración. Y de este modo caemos
O t r a
vez en el error de asumir nosotros mismos la responsabihdad de
juzgar lo que es bueno y lo que es malo, o de establecer como jueces
de ello a esos individuos particulares que dicen estar inspirados so–
fa renaturaímente, lo cual conduce a ia disolución de todo gobierno ci–
vil. La fe viene de oír, y el oír se produce mediante esos accidentes
que nos llevan a la presencia de quien nos habla. Dichos accidentes
son designio de Dios Todopoderoso y, sin embargo, no son sobre–
naturales, sino únicamente inobservables para
la
gran mayoría de
quienes dan asentimiento a sus efectos. La fe y la santidad no son,
ciertamente, muy frecuentes; con todo, tampoco son milagros, sino
el producto de la educación, de la disciplina, de ia corrección y de
otros medios naturales por los cuales Dios opera sobre sus elegidos,
y cuando a El le parece oportuno. Estas tres opiniones, perniciosas
para la paz y para el gobierno, se han abierto camino en esta parte
del mundo, debido principalmente
a
la lengua y a la pluma de algu–
nos indoctos teólogos que, reuniendo palabras de la Sagrada Escri–
tura de un modo que no es compatible con la razón, hacen todo lo
posible para que los hombres lleguen a pensar que
la
santidad y la
razón natural no pueden darse juntas.
Una cuarta opinión que también repugna a la na-
Hacer que el
turaleza de un Estado es ésta:
que quien ostenta el po-
poder soberano
der soberano está sujeto a las leyes civiles.
Es verdad
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¡ujeto a ¡as