Ыеа pueda recibir consejo de una manera confidencial, debido a la
misma multitud de personas que la componen.
Observamos, en tercer lugar, que las resoluciones de un monarca
no están sujetas a más inconstancia que la que es propia de la natu–
raleza humana; pero, en las asambleas, además de esa inconstancia na–
tural, surge otra que se deriva del número de asambleístas. Pues la
ausencia de unos pocos que hubieran hecho que una resolución con–
tinuara firme una vez tomada —ausencia que puede ocurrir por ra–
zones de seguridad, o por negligencia, o por impedimentos priva–
dos—, o la dihgente aparición de otros pocos de a opinión contra–
ria, hace que lo que se acordó ayer sea deshecho hoy.
En cuarto lugar, observamos que un monarca no puede estar en
desacuerdo consigo mismo por razones de envidia o de interés; pero
en una asamblea sí puede ocurrir, y hasta tal extremo, que puede ser
causa de una guerra civil.
En quinto lugar, observamos que en la monarquía hay este in–
conveniente: que cualquier subdito, por el poder de un hombre que
quiere enriquecer a un favorito o a un adulador, puede ser despojado
de todo lo que posee. Confieso que es ésta una grande e inevitable
inconveniencia, Pero lo mismo puede suceder cuando el poder sobe–
rano está en una asamblea, pues su poder es igual, y los asambleístas
están tan sujetos a un mal consejo y a ser seducidos por oradores,
como lo está el monarca a serlo por sus aduladores; y al convertirse
unos en aduladores de otros, van turnándose en servir su respectiva
codicia y ambición. Y mientras que los favoritos de los monarcas son
pocos y no se preocupan de hacer prosperar a nadie más que a los
de su propia familia, los favoritos de una asamblea son muchos, y su
parentela es mucho más numerosa que la de cualquier monarca. Ade–
más, no hay ningún favorito de un monarca que no pueda socorrer
a sus amigos, así como dañar a sus enemigos; pero los oradores, es
decir, los favoritos de las asambleas soberanas, aunque tienen un gran
poder para dañar, tienen poco para proteger. Pues para acusar —tal
es la naturaleza humana— se requiere menos elocuencia que para ex–
cusar, y la condena tiene más aspecto de justicia que la absolución.
En sexto lugar, es un inconveniente de la monarquía el que la so–
beranía pueda recaer sobre un infante o sobre alguien que no sepa dis–
cernir el bien del mal; y la inconveniencia radica en esto: que el uso
de su poder tiene que estar en manos de otro hombre o de alguna
asamb ea de hombres que gobernarán por su derecho y en su nom–
bre, como curadores y protectores de su persona y autoridad. Pero
decir que hay una inconveniencia en poner el uso del poder sobera–
no en manos de un hombre o de una asamblea de hombres, es lo mis–
mo que decir que todo gobierno tiene más inconvenientes que la con–
fusión y que la guerra civil. Y, por lo tanto, todo el pehgro que pue–
da alegarse tiene que provenir de quienes aspiran a un cargo de tan
grande honor y beneficio, al tener que competir unos con otros. Para
demostrar que este inconveniente no procede de esa forma de gobier–
no que llamamos monarquía, consideremos que un monarca prece–
dente haya nombrado ya a quien ostentará la tutoría del infante su–
cesor, bien expresamente, mediante testamento, o tácitamente, no al–
terando ia costumbre que haya sido establecida para esos casos; y en–
tonces, ese inconveniente, si tiene lugar, no debe atribuirse a la mo–
narquía, sino a la ambición y a la injusticia de los subditos, cosas que
se dan igualmente bajo todo tipo de gobierno, allí donde el pueblo
no ha sido debidamente instruido acerca de sus deberes y de os de–
rechos de soberanía. Y si el monarca precedente no se ha cuidado en
absoluto de tomar medidas para que se establezca esa tutoría, enton–
ces la ley natural nos da esta regla suficiente: que la tutoría recaiga
sobre quien por naturaleza tiene más interés en conservar la autori–
dad de infante y menos beneficiado pueda resultar por la muerte o
menoscabo de éste. Pues visto que todo hombre busca por naturale–
za su propio beneficio y medro personal, poner a un infante en ma–
nos de quienes pueden medrar por causa de su destrucción o daño,
no es tutoría, sino traición. Así que cuando se han tomado las pre–
cauciones suficientes contra toda justa querella contra el gobierno
bajo un niño, si surge alguna disputa que perturbe la paz pública, no
debe ser atribuida al régimen monárquico en sí, sino a la ambición
de los subditos y a su ignorancia de lo que es su deber. Por otra par–
te, no hay gran Estado cuya soberanía resida en una asamblea, que
no esté, en Jo referente a deliberaciones de paz, de guerra y de legis–
lación, en la misma situación en que estaría si el gobierno hubiese re–
caído en un niño. Pues así como a un niño le falta juicio para disentir
del consejo que se le da y, como consecuencia, necesita aceptar el que
le es sugerido por aquél
o
aquellos que se encargan de su custodia,
así también carece una asamblea de la hbertad de disentir del consejo
de la mayoría, sea bueno o malo. Y de igual modo a como un niño
necesita un tutor o protector que preserve su persona y autondad,
así también, en los grandes Estados, la asamblea soberana tiene ne–
cesidad, en períodos de grandes peligros y dificultades, de
custodes
hbertatis,
es decir, de dictadores
o
protectores de su autoridad, los
cuales vienen a ser monarcas provisionales a quienes, por una tem–
porada, se les puede encargar el ejercicio absoluto del poder; y al tér–
mino de ese lapso de tiempo, suelen ser privados de dicho poder más
frecuentemente que los reyes infantes son privados del mismo por
sus protectores, regentes
o
cualquier otro tipo de tutores.
Aunque, como ya he mostrado, las clases de soberanía son úni–
camente tres, es decir, monarquía, cuando la soberanía reside en una
persona; o democracia, cuando la soberanía la posee una asamblea ge-