L4 tiranúi y la
oligarquía ¡ólo
son nombres
diferentes que se
dan a la
monarquía y a la
aristocracia.
En las historias y libros de política aparecen otros
nombres de gobierno, como la
tiranta
y la
oligarquía;
pero no son nombres de nuevas formas de gobierno,
sino de ias mismas cuando son detestadas. Quienes no
están contentos bajo una
monarquía,
la llaman
tira–
nía, y
quienes están descontentos con la
añstocraaa
la
llaman
oligarquía.
Asimismo, quienes se encuentran descontentos
bajo una
democracia,
la llaman
anarquía,
que significa falta de go–
bierno. Pero, según pienso, ningún hombre cree que la falta de go–
bierno es una nueva forma de gobierno; y, por la misma razón, no
deberían creer que el gobierno es de un tipo cuando les resulta grato,
y de otro cuando les disgusta o cuando están oprimidos por los
gobernantes.
Los representantes
Es evidente que los hombres que se hallan en ab-
subordinados son
soluta libertad pueden, si lo desean, dar autoridad a
peligrosos.
hombre para que los represente a todos, o pueden
también dar esa autoridad a cualquier asamblea de hombres; y, con–
secuentemente, pueden sujetarse, si les parece conveniente, a un mo–
narca, de manera tan absoluta como a cualquier otro representante.
Por lo tanto, allí donde un poder soberano ha sido ya erigido, no pue–
de haber otro representante del mismo pueblo, a menos que sea so–
lamente para fines particulares, acotados por el soberano. Pues si se
erigieran dos soberanos, y cada hombre tuviera su persona represen–
tada por dos actores, uno opuesto al ocro, sería necesario dividir ei
poder, lo cual, si los hombres quieren vivir en paz, es imposible, pues
ello ¡levaría a las multitudes a una situación de guerra, que es con–
traria al fin para el cual se instituye ¡a soberanía. Por tanto, de igua¡
modo que es absurdo pensar que una asamb¡ea soberana invite al pue–
blo bajo su dominio a que éste envíe a sus diputados con poder de
que éstos hagan oír sus consejos o deseos, y tome a esos diputados
por representantes absolutos del pueblo, es igualmente absurdo pen–
sar lo mismo de la monarquía. No comprendo cómo una verdad tan
evidente ha sido tan poco observada en estos últimos tiempos. Es
inexplicable que en una monarquía en la que quien disfrutaba de la
soberanía por una descendencia de seiscientos años era llamado so–
berano, cenia el título de Majestad, recibía este título de todos y cada
uno de sus subditos y era aceptado por ellos, sin discusión, como su
rey, no fuera, sin embargo, considerado como representante suyo; y
que esa representación fuese atribuida, sin que nadie lo contradijese,
a aquellos hombres que, por mandato del rey, habían sido enviados
)0r el pueblo para presentar sus peticiones y para darle al rey, si éste
o permitía, su consejo. Eso puede servir de admonición para que
quienes son ¡os verdaderos y absolutos representantes de un pueblo
instruyan a los hombres acerca de la nacura¡eza de ese cargo y ¡es ad–
viertan de que cuando, por razón de una circunstancia cualquiera, ad–
miten otra representación general, lo hagan sin renunciar a la con–
fianza que se ha depositado en ellos.
La diferencia entre estos tres tipos de Estado no ra-
Comparación de
dica en una diferencia de poder, sino en la diferencia
^
monarquía con
de conveniencia o aptitud para producir la paz y se-
guridad del pueblo, fin para el que los Estados fueron
instituidos. Para comparar la monarquía con los otros dos tipos, po–
demos observar, primero, que quienquiera que sea el que represente
la persona del pueblo o forme parte de la asamblea que lo representa,
asume también su propia representación natural. Y aunque se cuide,
en cuanto persona poh'tica, de promover el interés de la comunidad,
más se cuida, o no menos, de procurar su propio bien, el de su fa-
miha, parientes y amigos. Y, por lo común, si acontece que el interés
público está en confhcto con su interés privado, preferirá procurar
este último, pues las pasiones de los hombres tienen generalmente
más fuerza que su razón. De esto se sigue que аШ donde el interés
público y el privado están más unidos, más avanzado se encuentra
el público. Ahora bien, en la monarquía, el interés privado es ei mis­
mo que el púbhco. Las riquezas, el poder y el honor de un monar­
ca surgen, exclusivamente, de las riquezas, la fuerza y la reputación
de sus subditos. Pues no hay rey que pueda ser rico, ni glorioso, ni
seguro, si sus subditos son pobres, o despreciables, o demasiado dé­
biles —por carestía o por disensión interna— para sostener una gue­
rra contra sus enemigos. Sin embargo, en una democracia o en una
aristocracia, la prosperidad pública no va tan unida a la fortuna pri­
vada de quien es un hombre corrompido o ambicioso, como lo hace
muchas veces un consejo malvado, una acción traicionera o una gue­
rra civil.
En segundo lugar, podemos observar que un monarca recibe con­
sejo de quien le place, cuando le place y donde le place; y, por con­
siguiente, puede escuchar la opinión de hombres versados en la ma­
teria sobre la que está dehberando, cualesquiera sean el rango y la ca­
tegoría de estos hombres, mucho antes de que llegue el momento de
actuar, y manteniendo estas consultas tan en secreto como le plazca.
Pero cuando una asamblea soberana tiene necesidad de consejo, na­
die puede ser admitido como consejero, excepto los que tienen de­
recho a ello desde un principio, los cuales, en la mayoría de los ca­
sos, son los que están más versados en la adquisición de riquezas que
en la adquisición de conocimiento, y son propensos a dar su consejo
en largos discursos que pueden, y asi sucede de hecho por lo común,
incitar a los hombres a a acción, pero sin dirigirlos en ella. Pues su­
cede que el
entendimiento
nunca es iluminado por la llama de las pa­
siones, sino cegado. Tampoco hay lugar ni riempo en el que una asam-
1...,59,60,61,62,63,64,65,66,67,68 70,71,72,73,74,75,76,77,78,79,...271