derecho de
disponer la
sucesión.
ütuyerotí el Estado para su perpetua seguridad, y no sólo para una
segundad transitoria.
En una democracia, la asamblea entera no puede disolverse a me–
nos que se disuelva también la multitud que ha de ser gobernada. Por
tanto, no hay lugar en absoluto para cuestiones sobre el derecho de
sucesión en Estados que se guían por esta forma de gobierno.
En una aristocracia, cuando muere alguno de los miembros de la
asamblea, la elección de otro que lo reemplace penenece a la asam–
blea, como soberana que es, pues a ella corresponde la elección de
todo consejero y funcionario. Porque lo que hace el representante
como actor, lo nace uno de los subditos como autor. Y aunque la
asamblea soberana pueda dar poder a otros para que elijan hombres
nuevos y provean así su corte, la elección es hecha, sin embargo, por
autorización de la asamblea, y puede ésta, por lo tanto, revocarla
cuando ei bien público lo requiera.
El monarca
La mayor dificultad en lo referente al derecho de
presenu tiene el
sucesión se halla en la monarquía. Y la dificultad sur–
ge de esto: que, a primera vista, no está claro quién
es el que tiene que nombrar sucesor, y, muchas veces,
tampoco está claro quién es el que ha sido designado.
Pues en ambos casos se requiere un razonamiento más exacto del que
los hombres suelen emplear. Por lo que se refiere a la cuestión de
quién debe nombrar al sucesor de un monarca que tiene la autoridad
soberana, es decir, la cuestión de quién ha de determinar el derecho
de herencia (pues los reyes y príncipes electivos no tiene el poder so–
berano en propiedad, sino en uso solamente) debemos considerar que,
o bien el que posee el poder soberano tiene derecho a disponer de la
sucesión, o bien ese derecho está otra vez en la multitud disuelta. Por–
que ocurre que la muene de quien tiene en propiedad el poder so–
berano, deja a la multitud sin ningún soberano en absoluto, esto es,
sin un representante en el que los individuos de la multitud puedan
unirse y ser capaces de realizar acción alguna. Y por tanto, son tam–
bién incapaces de elegir un nuevo monarca, ya que cada hombre tie–
ne igual derecho a someterse a quien le parezca más idóneo para pro–
tegerlo; O, si puede, se protegerá a sí mismo con la espada, o cual es
un regreso a a confusión y a la condición de guerra de todos contra
todos, lo cual es contrario, a! fin para el que la monarquía fue origi–
nalmente instituida. Por consiguiente, es manifiesto que, en virtud de la
institución de la monarquía, la disposición de la sucesión ha de dejarse
siempre a juicio y volunud de quien posee la soberanía en el presente.
La sucesión pasa
Y en cuanto a la cuestión, que puede surgir algu-
poT
palabras
nas veces, de quién es la persona a la que el monarca
en posesión de la soberanía ha designado para la su–
cesión y herencia de su poder, ello vendrá determinado por las pala–
bras expresas del monarca y por su testamento, o por otros signos
tácitos que sean suficientes.
Por palabras expresas, o por testamento, cuando la sucesión es de–
clarada por el hombre durante su vida, bien
viva voce,
bien por es–
crito, como los primeros emperadores de Roma declaraban quiénes
debían ser sus herederos. Porque la palabra heredero no implica en
sí misma los hijos o los parientes más cercanos de un hombre, sino
cualquier individuo al que se declare como sucesor. Por lo tanto, si
ei monarca declara expresamente, de palabra o por escrito, que tal
hombre será su heredero, entonces será ese hombre, inmediatamente
después de la muene de su predecesor, el que habrá de ser investido
con el derecho de ser monarca.
Pero cuando faltan el testamento y ias palabras ex-
O no
alterando
presas, deben seguirse otros signos testamentarios na-
costumbre.
rurales, uno de fos cuales es la costumbre. Y, por consiguiente, allí
donde la costumbre es que el pariente más próximo suceda de modo
absoluto, el pariente más próximo tendrá entonces el derecho a la su–
cesión. Pues si la voluntad de quien poseía la soberam'a hubiese sido
otra, podría haberla declarado fácilmente mientras estuvo en vida. De
igual manera, alb' donde la costumbre es que el pariente varón más
próximo sea el que suceda, el derecho de sucesión recaerá en el pa–
riente varón más próximo, por la misma razón. Y así ocurrirá, de
modo análogo, si la costumbre es que el sucesor sea una hembra. Pues
cualquiera que sea la costumbre establecida, si un hombre puede al–
terarla de palabra, y no lo hace, eso es señal que quiere que dicha cos–
tumbre se conserve,
Pero donde no hay ni costumbre, ni ha precedido
O
por presunción
un testamento, debe asumirse, primero, que ia voiun-
delafrcto natural.
tad de un monarca es que el gobierno siga siendo monárquico, ya
que él mismo había dado su aprobación a ese tipo de gobierno. Debe
también asumirse, en segundo lugar, que el monarca preferirá que le
suceda un hijo suyo, varón o hembra, antes que cualquier otra per–
sona, pues se supone que ios hombres están más inclinados por na–
turaleza a favorecer a sus propios hijos, más que a los hijos de otros
hombres, y tratándose de sus propios hijos, prefieren un varón me–
jor que una hembra, pues los varones están mejor preparados que las
mujeres para funciones que requieren esfuerzo y peligro. En tercer
lugar, cuando el monarca no tiene descendencia, debe asumirse que
preferirá a un hermano antes que a un extraño, y, por lo mismo, a
quien sea más de su sangre antes que a quien tenga con él lazos san–
guíneos más remotos, Y ello es así porque siempre se supone que el
panente más próximo es también e más próximo en el afecto; y es
evidente que un hombre recibe siempre, por reflexión, un gran ho–
nor, de la grandeza de su pariente más cercano.
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