za —que cada uno observa cuando tiene la voluntad de observarlas
у cuando puede hacerlo sin riesgo—, si no hay un poder instituido,
o ese poder no es suficientemente fuene para garantizar nuestra se
guridad, cada hombre habrá de depender, y podrá hacerlo legítima–
mente, de su propia fuerza e ingenio para protegerse de los otros
hombres. En todos los lugares en que os hombres han vivido bajo
un sistema de pequeños grupos familiares, el robo y el expolio mu–
tuos han sido su comercio; y lejos de considerar esta práctica como
algo contrario a la ley de la naturaleza, cuanto mayor era la ganancia
obtenida de su pillaje, mayor era su honor. Entonces, los hombres no
observaban Otras leyes naturales que no fueran las leyes del honor,
es decir, abstenerse de la crueldad, dejando que los hombres conser–
varan sus vidas y los instrumentos de trabajo. Y lo mismo que en
aquel entonces hacían las famiUas pequeñas, lo hacen ahora las ciu–
dades y los reinos —que no son otra cosa que familias más gran–
des—, a fin de procurar su propia seguridad, aumentar sus dominios
bajo pretexto de peligro y ae miedo a una invasión, o de la asistencia
que puede prestarse a los invasores, y para hacer justamente todo lo
que puedan para someter o debilitar a sus vecinos, bien a viva fuerza,
o mediante artimañas secretas, por falta de otra garantía. Y en edades
posteriores, se les recuerda con honrosa memoria por haber actuado
así.
Ni de la unión de
No es la unión de un pequeño número de hom-
unospocos
bres lo que les da la seguridad que buscan. Porque
hombres o
j
j
-
u
-
familias
Cuando se trata de pequeños grupos, bastara una pe-
quena adición a uno de eUos para que su fuerza aven–
taje en mucho a la del otro y sea ya suficiente para alzarse con la vic–
toria. Esto fomenta la invasión. El número de hombres que resulta
suficiente para confiar a ellos nuestra seguridad no viene determina–
do por una cifra concreta, sino por comparación con el enemigo a
3
uien tememos. Y será suficiente cuando naga que las probabilidades
e victoria por parte del enemigo no sean tan claras y manifiestas
como para inclinar cl resultado de la guerra a su favor y animarlo así
a iniciarla.
Y aun cuando haya una gran multitud de hombres,
si sus acciones están dirigidas por los juicios y apeti–
tos particulares de cada uno, no podrán esperar de ello
defensa alguna, ni protección, ya sea contra un ene–
migo común a todos, o contra las injurias entre ellos
mismos. Pues al emplear sus energías en disputas concernientes a
cómo habrán de hacer mejor uso y aplicación de su fuerza, no se ayu–
dan mutuamente, sino que se entorpecen el uno al otro, y sólo con–
siguen que, como consecuencia de esa mutua oposición, sus fuerzas
se reduzcan a nada. Y así, no sólo son fácilmente sometidos por un
Ni de una gran
mulcitud, a menos
que esté dirigida
por un solo
criterio.
)equeño grupo que esté bien unido, sino que también, cuando no
lay un enemigo común, terminan haciéndose la guerra entre ellos
mismos por causa de sus respectivos intereses particulares. Si pudié–
ramos suponer una gran multitud de hombres capaces de regirse me–
diante la observancia de la justicia y de otras leyes de la naturaleza,
sm necesidad de un poder común que los mantuviese a todos atemo–
rizados, podríamos, asimismo suponer que la humanidad entera sería
también capaz de hacerlo. Y, en ese caso, ni cl gobierno civil, ni el
Estado serían necesarios en absoluto, ya que habría paz sin tener que
recurrir al sometimiento.
Tampoco es suficiente para garantizar la seguridad
Yeso.
que los hombres desean obtener durante todo el tiem-
continuamente.
po que duren sus vidas, el que sean gobernados y dirigidos por un
solo criterio, y durante un tiempo limitado, como sucede en una ba–
talla o en una guerra. Pues aunque obtengan la victoria empeñándose
en un propósito unánime contra un enemigo exterior, luego, cuando
ya no tienen un enemigo común, o quien el que para unos es enemi–
go, es considerado por otros como un amigo, desaparece aquella una–
nimidad por causa de ia diferencia de sus respectivos intereses, y otra
vez caen en una situación de guerra entre e! os mismos
Es verdad que algunas criaturas vivientes, como las
abejas y las hormigas, viven sociablemente unas con
otras, y por eso Aristóteles las incluye en la categoría
de los animales políticos. Y, sin embargo, no tienen
otra dirección que la que les es impuesta por sus de–
cisiones y apetitos particulares y carecen de lenguaje
con el que comunicarse entre sí lo que cada una pien–
sa que es más adecuado para lograr el beneficio co–
mún. Viendo esto, quizá algunos hombres desearían saber por qué
la humanidad no podría hacer lo mismo. A esa pregunta respondo
diciendo:
Primero, que los hombres están compitiendo continuamente por
el honor y la dignidad, cosa que no hacen estas criaturas. Como con–
secuencia, surge entre los hombres, por esa razón, envidia y odio, y,
en última instancia, la guerra. Pero en esas otras criaturas no es así.
Segundo, que entre esas criaturas el bien común no es diferente
del bien pnvado de cada una; y como por naturaleza están inclinadas
a su bien privado, están al mismo tiempo procurando el beneficio co–
mún. Pero el hombre, que goza comparándose a sí mismo con otros
hombres, sólo puede saborear lo que puede destacarlo sobre los
demás.
Tercero, que como estas criaturas no tienen el uso de razón de
que disfruu el hombre, ni ven ni piensan que ven falta alguna en la
idministración de sus asuntos comunes. Entre los hombres, por el
Por
qué algunas
criaturas
irracionaits, o
carentes de
lenguaje, viven,
¡in embargo, en
sociedad, ¡in
nun^R
poder
coercitivo.