hay sociedad. Y, lo peor de todo, hay un constante miedo y un cons–
tante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre
es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.
A quien no haya ponderado estas cosas, puede parecerle extraño
que la naturaleza separe de este modo a los hombres y los predis–
ponga a invadirse y destruirse mutuamente; y no fiándose de este ra–
zonamiento deducido de las pasiones, quizá quiera confirmarlo recu–
rriendo a la experiencia. Si es así, que considere su propia conducta:
cuando va a emprender un viaje, se cuida de ir armado y bien acom–
pañado; cuando va a dormir, atranca las puertas; y basta en su casa,
cierra con candado los arcones. Y actúa- de esta manera, aun cuando
sabe que hay leyes y agentes públicos armados que están preparados
para vengar todos los daños que se le hagan. ¿Cuál es la opimón que
este hombre tiene de sus prójimos cuando cabalga armado? ¿Cuando
atranca las puertas? ¿Qué opinión tiene de sus criados y de sus hijos
cuando cierra con candado los arcones? ¿No está, con sus acciones,
acusando a la humanidad en la misma medida en que yo lo hago con
mis palabras? Pero ni él ni yo estamos acusando con ello a la natu–
raleza del hombre. Los deseos y otras pasiones humanas no son un
pecado en sí mismos. Y tampoco lo son los actos que proceden de
esas pasiones, hasta que no hay una ley que los prohibe; y hasu que
las leyes no son hechas, no pueden conocerse;
y
no puede hacerse nin–
guna ley hasta que los hombres no se han puesto de acuerdo sobre
quién será la persona encargada de hacerla.
Podrá tal vez pensarse que jamás hubo un tiempo en el que tuvo
lugar una situación de guerra de este tipo. Y yo creo que no se dio
de una manera generalizada en todo el mundo, Pero hay muchos si–
tios en los que los hombres viven así ahora. Pues los pueblos salvajes
en muchos lugares de América, con la excepción del gobierno que
rige en las pequeñas famiÜas, cuya concordia depende de los lazos na–
turales del sexo, no tienen gobierno en absoluto y viven en el día de
hoy de esa manera brutal que he dicho antes.
Comoquiera que sea, podemos tener una noción de cómo seria
la vida sin un pocier común al que temer, si nos fijamos en la manera
de vivir de quienes, después de haber coexistido bajo el poder de un
gobierno pacífico, degeneran en un estado de guerra civil.
Pero aunque no hubiese habido ninguna época en la que los in–
dividuos estaban en una situación de guerra de todos contra todos,
es un hecho que, en todas las épocas, los reyes y las personas que po–
seen una autoridad soberana están, a causa de su independencia, en
una situación de perenne desconfianza mutua, en un estado y dispo–
sición de gladiadores, apuntándose con sus armas, mirándose fijamen–
te, es decir, con sus fortalezas, guarniciones y cañones instalados en
las fronteras de sus reinos, espiando a sus vecinos constantemente.
en una actitud belicosa. Pero como, con esos medios, protegen la in–
dustria y el trabajo de sus subditos, no se sigue de esta situación la
miseria que acompaña a los individuos dejados en un régimen de
hbertad.
De esta guerra de cada hombre contra cada hom-
En una g*erra
bre se deduce también esto: que nada puede ser injus-
"
to. Las nociones de lo moral y lo inmoral, de lo justo
tnjtato.
y de lo injusto no tienen alh' cabida. Donde no hay un poder común,
no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia. La fuerza y el frau–
de son las dos virtudes cardinales de la guerra. La justicia y la injus–
ticia no son facultades naturales ni del cuerpo ni del alma. Si lo fue–
ran, podrían darse en un hombre que estuviese solo en el mundo, lo
mismo que se dan en él los sentidos y las pasiones. La justicia y la
injusticia se refieren a los hombres cuando están en sociedad, no en
soledad. En una situación así, no hay tampoco propiedad, ni doim-
nio, ni un
mio
distinco de un
tuyo,
sino que todo es del primero que
pueda agarrarlo, y durante el tiempo que logre conservarlo.
Y hasta aquí, lo que se refiere a la mala condición en la que está
el hombre en su desnuda naturaleza, si bien tiene una posibilidad de
salir de ese estado, posibilidad que, en parte, radica en sus pasiones,
y, en parte, en su razón.
Las pasiones que mclinan a los hombres a buscar
Las pasiones que
la paz son el miedo a la muerte, el deseo de obtener
inc¡i7¡an a lot
las cosas necesarias para vivir cómodamente, y la es-
" " ^ í " " *
peranza de que, con su trabajo, puedan conseguirlas. Y la razón su–
giere convenientes normas de paz, basándose en las cuales los hom–
bres pueden llegar a un acuerdo. Estas normas reciben el nombre de
Leyes de Naturaleza, y de ellas hablaré más en particular en los dos
capítulos siguientes.