justo es aquello de lo que, con un ejemplo, o —como dicen bárba–
ramente los abogados que se guían por esta falsa norma de ¡usticia—
con un precedente, pueda mostrarse que ha disfrutado de impunidad
y aprobación. Es como hacen los niños pequeños, que no tienen otra
reg a para distinguir lo bueno de lo malo, que no sea las correcciones
que reciben de sus padres y maestros. La única diferencia es que los
niños se aplican a esa regla con constancia, y los adultos no; pues al
ir haciéndose viejos y tercos, apelan a la costumbre para justificar su
razón, o apelan a la razón para justificar su costumbre, según les con–
venga. Y así, se apartan de la costumbre cuando sus propios intereses
lo requieren, o se enfrentan a la razón siempre que la razón está en
contra de ellos. Esta es la causa de que la doctrina de lo bueno y lo
malo sea perpetuamente disputada con la pluma y con la espada, y
que no sea así con la doctrina de las líneas y las figuras; pues, en este
últiino asunto, a los hombres les preocupa saber un tipo de verdad
que no afecta para nada sus ambiciones personales, su ganancia o su
ansia de poder. Porque no me cabe la menor duda de que si la doc–
trina que dice que
los eres ángulos de un triángulo son iguales a dos
ángulos rectos
hubiera sido contraria al derecho de algún hombre para
ejercer dominio sobre otros, o a los intereses de quienes ya lo ejer–
cen, dicha doctrina, sin ser disputada, habría sido suprimida median–
te la quema de todos los libros de geometría, s¡ a quien ie afectase
hubiera sido capaz de hacerlo.
La ignorancia de las causas remotas predispone a
los hombres a atribuir todos los sucesos a causas in–
mediatas e instrumentales, pues éstas sor las únicas
que perciben. Y de eso proviene el que, en todos los
sitios, los hombres que se ven abrumados con los pa–
gos que tienen que hacer al fondo público, descarguen su ira contra los
funcionarios, es decir, contra los cobradores de impuestos, inspectores
y otros empleados de hacienda. Y se adhieren a los que encuentran de–
fectos en ei gobierno; y de ahí se comprometen hasta el punto de no po–
der esperar salvación, y hasta llegan a atacar a ta misma autoridad su–
prema, por miedo ai castigo, o por vergüenza de recibir su perdón.
La ignorancia de las causas naturales hace que los
Credulidad,
hombres sean propensos a la credulidad y a creer mu-
.
derivada de la
chas veces cosas que son Imposibles. Pues como no co-
ignorancia de la
I
j • 1
-
. 1
naturaleza.
nocen nada que diga lo contrario, sino solo que pue–
den ser verdaderas, no pueden ver su imposibilidad. Y la credulidad,
como 3 los hombres les gusta que les escuchen cuando están en com–
pañía de otros, los hacen proclives a menrir. De tal manera, que ia
ignorancia misma, sin malicia, puede hacer que un hombre, no sólo
se crea mentiras, sino también que las diga; y, algunas veces, incluso
que las invente.
Curiosidad de
saber, derivada Je
la preocupación
por elfuitiTo.
Adherencia a
hombres privados,
derivada de la
ignorancia de las
caulas de la paz.
Religión natural,
derivada de lo
La preocupación por lo que pasará en el futuro in–
clina a os hombres a investigar en las causas de las co–
sas; pues, conociéndolas, son más capaces para orde–
nar el tiempo presente como mejor les conviene.
La curiosidad, o amor al conocimiento de tas cau–
sas, lleva a un hombre a buscar una causa partiendo
de la consideración de un efecto; y una vez encontra–
da esa causa, a buscar ta causa de ésta. Y así, hasta llegar al pensa–
miento de que debe haber necesariamente alguna causa primera, in-
causada y eterna. A esto es a lo que los hombres llaman Dios. Por
consiguiente, es Imposible que hagamos una investigación profunda
de las causas naturales, sin ser llevados a creer que hay un
Ú\os
eter–
no. Sin embargo, no podemos tener de El ninguna ¡dea que nos diga
algo de su naturaleza. Pues lo mismo que un ciego de nacimiento,
cuando oye a otros hombres hablar de calentarse al fuego, y es lle–
vado hasta el calor producido por éste, puede concebir fácilmente que
hay aUí algo que los hombres laman
fuego
y que es la causa del calor
que él siente, no puede, sin embargo, imaginar cómo es, ni tener de
ese fuego una idea como la que tienen ios que lo ven, así también,
partiendo de las cosas visibles de este mundo, y de su orden admi–
rable, puede un hombre concebir que esas cosas tienen una causa,
que es lo que llamamos Dios; pero no tiene en la mente una idea o
imagen de éste.
Y los que investigan poco o, simplemente, no investigan en las
causas naturales de las cosas, tienen inclinación a suponer e imaginar
vanas clases de fuerzas invisibles. Ello lo hacen llevados por el mie–
do —que procede de su misma ignorancia— a lo que pueda ser lo
que tiene el poder de hacerles mucho bien o mucho mal. Y sienten
temor y respeto por esas fabricaciones de su propia imaginación. En
tiempos de infortunio, las invocan; y cuando reciben algún bien es–
perado, les dan su agradecimiento. De tal modo, que toman por dio–
ses lo que son meras criaturas de su fantasía. Mediante este procedi–
miento, ha llegado a ocurrir que, de las innumerables fantasías que
son posibles, los hombres han creado en el mundo innumerables cla–
ses de dioses. Y este temor a lo invisible es la simiente natural de lo
que cada uno, en su interior, llama religión; pero si esa misma ado–
ración o miedo están dirigidos a poderes diferentes de los que ellos
mismos imaginan, entonces dicen que es superstición.
Esta simiente de la religión ha sido observada por muchos. Y al-
r
nos la han fortalecido, revestido y elaborado en forma de leyes; y
han añadido opiniones de su propia invención, referentes a las cau–
sas de los aconteceres futuros, pensando que así podrían ser más ca–
paces de gobernar a otros, y de hacer el máximo uso de sus propios
poderes.