posesión, sino como mandato. ¿Cómo, pues, pudieron los judíos caer
en esta idea de posesión? No puedo dar con ninguna razón que no
sea ia que es común a todos los hombres, es decir, la falta de curio–
sidad para buscar las causas naturales, y la tendencia a situar la feli–
cidad en la adquisición de groseros placeres sensoriales y de aquellas
cosas que más mmediatamente conducen a ellos. Pues quienes ven en
un hombre alguna virtud extraña y poco común, si son incapaces de
ver al mismo tiempo la causa de la que dicha virtud probablemente
irocede, es difícil que la tomen por simple fenómeno natural; y si no
es parece natural, tendrá por fuerza que pareceries sobrenatural; y,
entonces, ¿qué otra cosa podrá ser, sino una presencia de Dios o del
Demonio en ese hombre? De ahí vino aquel episodio cuando nues–
tro Salvador {Marcos iii. 21) se vio rodeado por la multitud; ios que
eran de la casa pensaron que estaba loco, y salieron para apoderarse
de él; pero ios Escribas dijeron que tenía a Beelcebul dentro de sí, y
que por eso echaba a los demonios, lo mismo que si un gran loco hu-
ijiera aterrorizado a ios menos locos. Y también (Juan x. 20) algunos
decían
tiene un demonio y está loco,
mientras que otros, tomándolo
por un profeta, decían
éstas no son las palabras de un
endemoniado.
De igual manera, en el Antiguo Testamento, ei que vino a ungir a
Jehú (2 Reyes ix. 11) era un profeta; pero algunos de los que acom–
pañaban a Jehú preguntaron:
¿por qué ha venido a ti este loco?
En
suma, es manifiesto que quienquiera que se comportase de alguna for–
ma extraordinaria, era juzgado por ios judíos como alguien poseído
por un espíritu bueno o malo, con la excepción de ios saduceos, que
cayeron de ta! modo en el error contrario, que no creyeron que hu–
biese espíritus en absoluto, lo cual está muy cerca del ateísmo. Y qui–
zá fue eso lo que provocó que otros rildaran de endemoniados a los
locos.
Más ¿por qué, entonces, nuestro Salvador procedió cuando los cu–
raba como
SI
estuvieran endemoniados, y no como si estuvieran lo–
cos? A esto no puedo dar otra ciase de respuesta que la que se da a
3
uienes cuestionan la opinión que aparece en la Escritura en contra
ei movimiento de la cierra. La Escritura fue escrita para mostrar a
los hombres el reino de Dios y para prepararlos a convenirse en sus
subditos obedientes, dejando el mundo y la filosofía mundanal como
objetos de disputa entre los hombres, para que éstos ejercitaran su
razón natural. Que sea el movimiento de la tierra o del sol lo que
hace ei día y la noche, o que las exorbitadas acciones de los hombres
procedan de la pasión o dei demonio, a quien no se debe veneración,
son cuestiones diferentes en lo que respecta a nuestra obediencia y
sujeción a Dios Todopoderoso; y esto último constituye el fin para
e! que ia Escritura fue escrita. En cuanto a ia circunstancia de que
nuestro Salvador hablase a ia enfermedad como se habla a una per–
sona, ello se explica diciendo que estaba usando la frase que emplean
todos ios que curan sólo con palabras, como de hecho hizo Cnsio y
como pretenden hacer todos los curanderos, ya estén hablando al dia–
blo o no. Pues ¿no se nos dice también que Cristo (Mateo viii. 26)
increpó a los vientos? ¿No se nos dice asimismo (Lucas iv. 39) que
increpó a una fiebre? De ello no se sigue, sin embargo, que la fiebre
fuese un demonio. Y aunque se nos dice que muchos demonios hi–
cieron profesión de fe en Cristo, no es necesario interpretar esto de
otra manera que no sea diciendo que fueron muchos los locos que
hicieron esa profesión. Y cuando nuestro Salvador (Mateo xii, 43) ha–
bla de un espíritu impuro que, habiendo salido de un hombre, dis–
curre por lugares áridos buscando reposo, y no lo halla, y vuelve a
entrar en ei mismo hombre con otros siete espíríras peores que él,
ello es, evidentemente, una parábola en la que se alude a un hombre
que, después de haber hecho un débil esfuerzo por corregir sus vi–
cios, es vencido finalmente por la fuerza de éstos y se conviene en
una persona mucho peor de lo que era antes. Así, nada en absoluto
veo en la Escritura que nos obligue a creer que los endemoniados
eran otra cosa que locos.
Hay aún otro defecto en el discurso de ciertos
Lenguaje sin
hombres, que puede también considerarse como un
significado.
tipo de locura. Me refiero a ese abuso de las palabras dei que ya he
hablado antes, en ei capítulo quinto, y al que he dado el nombre de
absurdo. Tal cosa sucede cuando los hombres usan palabras forman–
do frases que no cieñen ningún significado en absoluto, pero que son
acepcadas por algunos que, sin entenderlas, las repiten de memoria,
y por otros que se aprovechan de tanta oscuridad para engañar. Y
esto sólo ocune entre quienes conversan sobre cuestiones que se re–
fieren a asuntos incomprensibles, como es ei caso de ios escolásticos,
o sobre cuestiones de abstrusa filosofía. El común de los hombres
rara vez habla sin dar significado a sus palabras; y quienes io hacen,
son considerados idiotas por esos egregios escolásticos. Mas para ase–
gurarse de que sus palabras no corresponden a ninguna cosa que esté
en su mente, necesitarían poner algún ejemplo; y si alguien quisiera
obtenerlo de ellos, que interrogue a algún escolástico y vea si éste pue–
de traducir a lenguaje inteligible algún capitulo que se refiere a una
cuestión difícil, como la Trinidad, la Deidad, la naturaleza de Cristo,
ia transustanciación, el libre albedrío, etcétera, poniéndolo en un idio–
ma moderno o en un latín tolerable con el que estuvieran familiari–
zados quienes vivían cuando el latín era ta lengua ordinaria. ¿Qué sig–
nificado cieñen las palabras
La primera causa no influye
necesaria–
mente en la segunda, por fuerza de la esencial subordinación de las
causas segundas, mediante la cual puede ayudarla a operar?
Dichas
palabras son ia traducción del título del capímlo sexto del libro pri-