cer esa igualdad increíble es !a vanidad con que cada uno considera
su propia sabiduría; pues casi todos los hombres piensan que la po–
seen en mayor grado que los vulgares, es decir, que todos los demás
hombres excepto ellos mismos y unos pocos más que, por fama, o
por estar de acuerdo con ellos, reciben su aprobación. Porque la na–
turaleza humana es tal, que por mucho que un hombre pueda reco–
nocer que otros son más ingeniosos, o más elocuentes, o más instrui–
dos, rara vez creerá que haya muchos tan sabios como él; pues ve su
propio talento de cerca,
y
el de los otros a distancia. Pero esto es una
prueba más de que los hombres son, en ese punto, más iguales que
desiguales.
De la igualdad
De esta igualdad en las facultades surge una igual-
procedela
dad en la esperanza de conseguir nuestros fines. Y, por
dtscanfiama.
tanio, si dos hombres desean una misma cosa que no
Í
iuede ser disfrutada por ambos, se convierten en enemigos; y, para
ograr su fin, que es, principalmente, su propia conservación y, algu–
nas veces, sólo su deleite, se empeñan en destruirse y someterse mu–
tuamente. De esto proviene el que allí donde un usuфador no tiene
otra cosa que temer más que el poder de un solo hombre, es muy
probable que una sus fuerzas con las de otros y vaya contra el que
ha conseguido sembrar, cultivar y hacerse una posición ventajosa. Y
tratará, asi, de desposeerlo, no sólo del fruto de su trabajo, sino tam–
bién de su vida o de su libertad. Y, a su vez, el usurpador se verá
después expuesto a la amenaza de otros.
Déla
El modo más razonable de protegerse contra esa
desconfianza, U
desconfianza que los hombres se inspiran muiuamen-
guerra.
|g previsión, esto es, controlar, ya sea por la fuer–
za, ya con estratagemas, a tantas personas como sea posib e, hasta lo–
grar que nadie tenga poder suficiente para poner en peligro el poder
propio. Esto no es más que procurar a autoconservación, y está ge–
neralmente permitido. Asimismo, como hay algunos que se compla–
cen en la contemplación de su propio poder y realizan actos de con–
quista que van más allá de lo que es requerido para su segundad, si
quienes en principio estarían cómodos y satisfechos confinados den–
tro de sus modestos límites no aumentaran su fuerza invadiendo el
terreno de otros, no podrían subsistir mucho tiempo dedicados so–
lamente 3 mantener una actitud defensiva. Y, como consecuencia, ya
que este poder es necesario para la conservación de un hombre, de–
bería cambien estarle permitido.
Los hombres no encuencran placer, sino, muy ai contrario, un
gran sufrimiento, ai convivir con otros allí donde no hay un poder
superior capaz de atemorizarlos a todos. Pues cada invidivuo quiere
que su prójimo lo tenga en lan alta estima como éi se tiene a sí mis–
mo; y siempre que detecta alguna señal de desprecio o de menospre-
Fuera de loi
Estados civiles,
siempre hay
guerra de cada
hombre contra
cada hombre.
ció, craca naturalmente, hasta donde se atreve (y entre los que no tie–
nen un poder común que los controle puede llegarse hasta a destruc–
ción mutua}, de hacer daño a quienes lo desprecian para que éstos lo
valoren más, y para así dar un ejemplo a los otros.
De modo que, en la naturaleza del hombre, encontramos tres cau–
sas principales de disensión. La primera es la competencia; en segun–
do ugar, la desconfianza; y en tercer lugar, la gloria.
La primera hace que los hombres invadan el terreno de otros para
adquirir ganancia; la segunda, para lograr seguridad; y ia tercera, para
adquirir reputación. La primera hace uso de la violencia, para que así
los hombres se hagan dueños de otros hombres, de sus esposas, de
sus hijos y de su ganado. La segunda usa la violencia con un fin de–
fensivo. Y la tercera, para reparar pequeñas ofensas, como una pala–
bra, una sonrisa, una opinión diferente, o cualquier otra señal de des–
precio dirigido hacia la propia persona o, indirectamente, a los pa–
rientes, a los amigos, a la patria, a la profesión o al prestigio personal.
De todo ello queda de manifiesto que, mientras los
hombres viven sin ser controlados por un poder co–
mún que los mantenga atemorizados a todos, están en
esa condición llamada guerra, guerra de cada hombre
contra cada hombre. Pues ia GUERRA no consiste so–
lamente en batallas o en el acto de luchar, sino en un período en el
que la voluntad de confrontación violenta es suficientemente decla–
rada. Por tanto, la noción de
tiempo
debe considerarse como parte
de la naturaleza de ia guerra, lo mismo que es parte de la namraleza
del tiempo atmosférico. Pues así como la naturaleza del mal tiempo
atmosférico no está en uno o dos aguaceros, sino en la tendencia a
que éstos continúen durante varios oías, así también la naturaleza de
la guerra no está en una batalla que de hecho tiene lugar, sino en una
disposición a batallar durante todo el tiempo en que no haya garan–
tías de que debe hacerse !o contrario. Todo otro tiempo es tiempo
de PAZ.
Por tanto, todas las consecuencias que se derivan
Lis
de los tiempos de guerra, en ios que cada hombre es
mcomod^ades de
enemigo de cada hombre, se derivan también de un
guerra.
tiempo en el que los hombres viven sin otra seguridad que no sea la
que es procura su propia fuerza y su habdidad para conseguirla. En
una condición así, no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del
mismo se presenta como incierto; y, consecuentemente, no hay cul–
tivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de productos que
podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de
instrumentos para mover y transportar objetos que requieren la ayu–
da de una fuerza grande; no hay conocimiento en toda la faz de la
tierra, no hay cómputo dei tiempo; no hay arces; no hay letras; no