Y juez de qui
En sexto lugar, va anejo a la soberanía el ser juez
doctrinas deben
¿
Q
qyé opiniones y doctrinas desvían de ia paz, y de
ensenarse .
cuáles son las que conducen a ella y, en consecuencia,
el ser juez también de en qué ocasiones, hasta dónde y con respecto
a qué debe confiarse en los hombres cuando éstos hablan a las mul–
titudes, y quién habrá de examinar las doctrinas de todos los libros
antes de que éstos se pubhquen. Pues las acciones de los hombres pro–
ceden de sus opiniones, y en e! buen gobierno de las opiniones ra–
dica ei buen gobierno de los actos de los hombres para la consecu–
ción de su paz y concordia. Y aunque en materia de doctrina no hay
que fijarse en otra cosa que no sea su verdad, no repugna hacer de
la paz el criterio para descubrir lo que es verdadero. Pues una doc–
trina que sea contraria a la paz, no puede ser más verdadera que una
paz y una concordia que fuesen contra la ley de naturaleza. Es cierto
que en un Estado donde, por negHgencia o torpeza de los que lo go–
biernan y de los maestros, se difunden falsas doctrinas de una mane–
ra general, las verdades contrarias pueden resultar generalmente ofen–
sivas. Sin embargo, la más brusca y violenta irrupción de una nueva
verdad jamás puede quebrantar la paz, sino sólo, a veces, reavivar la
guerra. Pues esos hombres que se bailan gobernados de una manera
tan descuidada, que se atreven a tomar las armas para defender o in–
troducir una idea, de hecho estaban ya en guerra; no estaban en una
situación de paz, sino sólo en una cesación de hostilidades por tener
miedo unos de otros, pero vivían constantemente en una situación be-
hcosa. Por tanto, pertenece a quien ostenta el poder soberano ser
juez, o constituir a quienes juzgan las opiniones y doctrinas. Es esto
algo necesario para la paz, al objeto de prevenir así la discordia y la
guerra civil.
En séptimo lugar, va anejo a la soberam'a el poder
absoluto de prescribir las reglas por las que los hom–
bres sepan cuáles son los bienes que pueden disfrutar
y qué acciones pueden realizar sin ser molestados por
ninguno de sus co-súbditos. Y esto es lo que ios hom–
bres llaman
propiedad.
Pues antes de que fuese cons–
tituido el poder soberano, según ha quedado ya di–
cho, todos los hombres tenían derecho a todas las co–
sas, lo cual, necesariamente, era causa de guerra. Por
tanto, siendo esta propiedad necesaria para la paz, y
dependiendo del poder soberano, es el acto de dicho
poder para lograr la paz púbÜca, Estas reglas de la propiedad, o del
тент y
el
tuum y
de lo
bueno y
lo
malo,
lo
legal y
lo
ilegal en
las
acciones de los subditos, son lo que constituye las leyes civiles, es de­
cir, las leyes de cada Estado en particular, si bien el nombre de De­
recho Civil está ahora restringido a las antiguas leyes de la ciudad de
7,
El derecho de
establecer reglas
mediante las
cuales los subditos
puedan hacer
saber a cada
hombre lo que es
suyo, de tal modo
que ningún otro
subdito pueda
quitárselo sin
cometer
injusticia.
8.
A él también
pertenece el
derecho de
judicatura y la
decisión de Lis
controversias.
Roma, la cual, como era la cabeza de gran parte del mundo, fueron
sus leyes, en aquel tiempo, las que se adoptaron en esas partes como
Derecho Civil.
En octavo lugar, va anejo a la soberanía el derecho
de judicatura, es decir, el de oír y decidir todas las con–
troversias que puedan surgir en lo referente al Dere–
cho Civil o a la ley natural, o a los hechos. Pues sin
una decisión en la controversia, no hay protección de
un subdito contra las mjunas de otro; las leyes relativas al
meum
y
al
tuum
son en vano, y a todo hombre le queda, como consecuencia
de su apetito natural y necesario de autoconservación, el derecho de
protegerse a sí mismo usando de su fuerza, lo cual constituye una si–
tuación de guerra y es algo contrario al fin para el cual el Estado es
.instituido.
En noveno lugar, va anejo a la soberanía el dere–
cho de hacer la guerra y la paz con otras naciones y
Estados, es decir, el derecho de juzgar cuándo esa de–
cisión va en beneficio del bien púb
9.
Y el de hacer ¡a
guerra y la paz,
según le parezca
oportuno.
ICO y cuantas tro–
pas deben reunirse, armarse y pagarse para ese fin, y cuánto dinero
debe recaudarse de los subditos para sufragar los gastos consiguien–
tes. Pues el poder de que dependen los pueblos para defenderse son
sus ejércitos, y el vigor de un ejército está en la unión de sus fuerzas
bajo un mando, el cual corresponde al soberano instituido, pues ei
mando de las
militia,
cuando no hay otra institución, hace soberano
a quien lo posee. Y, por tanto, quien es nombrado general de un ejér–
cito tendrá siempre por encima de él a un generalísimo, que es el que
tiene el poder soberano.
En décimo lugar, va anejo a ia soberanía el dere–
cho de escoger a todos los consejeros, ministros, ma–
gistrados y oficiales, tanto en tiempo de paz como en
tiempo de guerra. Pues como el soberano está a cargo
de lograr como último fin la paz y la defensa, se en–
tiende que disfruta del poder de usar todos los medios
que considere oportunos para su propósito.
En undécimo lugar, al soberano le corresponde el
poder de premiar con riquezas u honor, y de castigar
con penas corporales o pecuniarias, o con ignominia,
a todo subdito suyo, de acuerdo con la ley que haya
sido previamente establecida; y si no se ha hecho nin–
guna ley, actuará como le parezca más conveniente
para dar a ios hombres un incentivo que los haga servir al Estado, o
para disuadirlos de que dañen al mismo.
Por último, considerando qué valor es el que los
12.
Yelde
hombres suelen naturalmente darse a sí mismos, qué
honores y
10.
Yelde
escoger a todos los
consejeros y
ministros, tanto
para funciones de
paz como de
guerra.
11.
Yelde
premiar y castigar
(aüi donde una
ley previa no
baya determinado
cómo) según le
parezca.
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