tacion рог sus escritos en torno a estos asuntos, no es extraño que
den lugar a sediciones y a cambios de gobierno. En esta pane occi–
dental del mundo, se nos ha hecho que recibamos nuestras opiniones
acerca de la institución
y
de tos derechos del Estado, de Aristóteles,
Cicerón, y otros hombres griegos y romanos que, al vivir en Estados
populares, derivaron esos derechos, no de los principios de la natura–
leza, sino que los transcribían en sus libros basándose en las prácti–
cas de sus propios Estados, que eran populares, igual que los gramá–
ticos describían las reglas del lenguaje basándose en el uso de la épo–
ca, o en las reglas de poesía siguiendo los poemas de Homero y Vir–
gilio. Y c omo a los atenientes se les enseñó, a fin de apartarlos del
deseo de cambiar su gobierno, que ellos eran hombres libres y que
todos los que vivían bajo una monarquía eran esclavos, Aristóteles
escribió en su
PoUtica
(lib. 6, cap. 2);
En una democracia, la
Libenad
debe suponerse; pues es comúnmente admitido que ningún hombre es
Libre
bajo cualquier otra forma de gobierno.
Y lo mismo que Aris–
tóteles, también Cicerón y otros escritores han basado su doctrina ci–
vil en las opiniones de los romanos, a quienes se les enseñó a odiar
ta monarquía, en un principio, por aquéllos que, habiendo depuesto
a su soberano, compartían entre sí la soberanía de Roma; y, después,
юг sus sucesores. Y leyendo a estos autores griegos y latinos, los
lombres han adquirido desde su infancia, disfrazado con la falsa apa­
riencia de libertad, el hábito de favorecer tumultos y de controlar
irresponsablemente las acciones de sus soberanos, y hasta las de quie–
nes controlan a éstos; y con tanto derramamiento de sangre, que, se–
gún me parece, puede decirse con verdad que nada ha sido jamás com–
prado a tan alto precio como el que han pagado estas regiones de Oc –
cidente por el aprendizaje de las lenguas griega y latina.
Cómo Jebe
Tratemos ahora de los particulares que se refieren
medirse la
a la verdadera libertad de un subdito, es decir, de aque-
liherrad de los
cosas que, aunque han sido ordenadas por el so-
subditos.
,
I
- L J •
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berano, el subdito, sin cometer por ello injusticia, pue–
de rehusar hacer. Consideremos, con este propósito, cuáles son los
derechos a los que renunciamos cuando establecemos un Estado, o
lo que es lo mismo, qué libertad es la que nos negamos a nosotros
mismos al hacer nuestras, sin excepción, todas las acciones del hom–
bre o de la asamblea a los que hacemos nuestros soberanos. Porque
en el acto de nuestra
sumisión
van implicadas nuestra
obligación y
nuestra
libertad,
lo cual puede argumentarse por razón de que no
hay obligación en un hombre, que no surja de algún acto voluntario
suyo, ya que todos los hombres son igualmente libres por naturale–
za. Y como estos argumentos pueden derivarse de
palabras
expresas,
como cuando decimos
Yo autorizo todas sus acciones,
o de la inten–
ción de quien se somete al poder del soberano (intención que se da
Los subditos
tienen libertad
para defender sus
propios cuerpos,
incluso contra
quienes las
invaden
Ilegitímente.
dañarse a
si
mismos.
a entender por medio de los fines que el subdito persigue cuando se
somete), la obUgación y la Ubertad del subdito se derivarán, bien de
esas palabras u otras equivalentes, bien de la finaUdad que se persi–
gue con ia institución de la soberanía, que es la paz mutua entre los
subditos, y su defensa contra un enemigo común.
Por lo tanto, si consideramos, en primer lugar, que
la soberanía por institución es establecida mediante un
convenio de todos con todos, y que la soberam'a por
adquisición es establecida mediante convenio entre el
vencido y el vencedor, o entre el hijo y el padre, re–
sultará manifiesto que todo subdito riene libertad en
aquellas cosas cuyo derecho a ellas no puede transfe–
rirse mediante un convenio. Ya he mostrado antes, en el capítulo 14,
que aquellos convenios en los que un hombre renuncia a la defensa
de su propio cuerpo son inválidos. Por consiguiente.
Si el soberano manda a un hombre (aunque éste
No están
haya sido condenado justamente) que se mate, se hie-
obligados a
ra o se mutile a sí mismo, o que no haga resistencia a
quienes lo asaltan, o que se abstenga de hacer uso de
comida, aire, medicina y cualquier otra cosa sin la cual no podrá vi–
vir, ese hombre tendrá la libertad de desobedecer.
Si un hombre es interrogado por el soberano, o por su autoridad,
en lo concerniente a un crimen por él cometido, no está obhgado, a
menos que se le garanrice el perdón, a confesarlo; pues ningún hom–
bre puede ser obligado por un convenio a acusarse a sí mismo.
Digamos una vez más que el consentimiento dado por un subdi–
to a! poder soberano está contenido en estas palabras:
Yo autorizo o
asumo todas sus acciones.
Y en esta declaración no hay restricción al–
guna de la propia libertad natural que se tenía antes; pues cuando yo
permito al soberano que él
me mate,
no estoy obligándome a matar–
me yo mismo cuando él me lo ordene. Una cosa es decir
mátame a
mí, o a mi compañero, si te place, y
otra cosa es decir
Yo me mataré
a mí mismo, o a mi compañero.
De esto se sigue que
Ningún hombre está obligado por las palabras mismas a matarse,
ni a matar a ningún otro hombre; y, en consecuencia, que la obliga–
ción que un hombre puede a veces tener, por orden del soberano, de
realizar alguna misión peligrosa o deshonorable, no depende de las
palabras con las que expresamos nuestra sumisión, sino de la inten–
ción que ha de sobreentenderse en el fin que con dicha sumisión se
persigue. Por lo tanto, cuando nuestra negativa a obedecer frustra el
fin para el cual la soberanía fue instituida, no habrá libenad para ne–
garse; y en iodos los demás casos. íí la habrá.
Según esto, un hombre al que, en su condición de
M
a bataüar, a
soldado, se le ordena luchar contra el enemigo, podrá
menos que
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