alguno. Durante algunos días, muchos ambulantes cumplieron con
la prohibición, pero protestaron contra la disposición, de manera
que hasta en la prensa se alzaron algunas voces de negociantes esta–
blecidos que admitían que sus ingresos habían descendido de 30 a
50% con la desaparición de los ambulantes. Los propietarios de ne–
gocios confirmaron que también para ellos era importante que los
ambulantes regresaran. Por una parte, atraerían cada día a miles de
personas; pero, por otra parte, con su presencia protegerían de asal–
tos a los negocios
(La Jornada,
19 de enero de 1997).
Para el control del sistema de cédulas temporales se contrató a
más inspectores de la vía pública, cuya tarea consistía en controlar
a los comerciantes tolerados y expulsar a los "ilegales".
Inspectores de la vía pública
En
el
puesto de bolear de Sofía conocí, en el invierno de 1996-1997,
a algunos de los inspectores de la vía pública. Habían escogido ese
puesto como punto de encuentro. Mientras que al principio los ins–
pectores me parecieron más bien antipáticos y los clasifiqué como
presuntuosos auxiliares de policía, después aprendí a diferenciarlos
cada vez más. Luego de algunas conversaciones, me pareció espe–
cialmente atractiva la idea de tomar en cuenta no sólo
el
lado de los
ambulantes , que por lo general pasaban por víctimas de las circuns–
tancias, la crisis económica y la arbitraria corrupción, sino conocer
también
el
papel de las personas que eran consideradas por lo gene–
ral como típicos representantes de la institución más corrupta den–
tro de todo el sistema de la venta ambulante. Durante mis diarias
observaciones en torno del carro de Sofía, tras muchas conversacio–
nes sobre el trabajo de los inspectores, los progresos de mi investiga-
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Una
y
otra vez, medio en broma, medio en serio, se sospechó que yo fuese
agente de la
CIA.
Una sospecha que puede interpretarse como expresión de disgus–
LO
por la posición dominante de Estados Unidos frente a Latinoamérica,
y
la resul–
tante desconfianza ante
gringos
que preguntan.
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