LA HISTORIA DE LA PLAZA
La fundación de la ciudad: el mito, el símbolo, el escudo
Es una clara tarde de domingo, a finales de agosto de 1997. Muy
pocos autos transitan por las calles de la ciudad de México. Doy mi
paseo diario hasta el Zócalo, la gran plaza en el Centro Histórico de
la ciudad, que hoy parece menos desierta que de costumbre. Los
fines de semana este lugar muestra un aspecto muy distinto al de otros
días: más tranquilo, sin el tráfico cotidiano y, al mismo tiempo, más
animado por la gente que allí se detiene. Vengo del parque Alame–
da, situado al oeste, y arribo a la plaza a través de las calles donde se
encuentran las caras boutiques y los hoteles de lujo. Cada vez que
vengo me impresionan las dimensiones y el vacío de este espacio
abierto, la amplitud de la mirada y los ruidos de la ciudad, que de
repente se perciben de una manera tan distinta.
Casi en el centro de la plancha, delante de la Catedral, se forma
un gran círculo de turistas y visitantes alrededor de un grupo de
mujeres y hombres que usan trajes con adornos de plumas y bailan
al compás de sonoros tambores. Al ritmo de sus pasos y saltos
traquetean las sonajas de conchas que llevan en las piernas. El redo–
ble de los tambores retumba en los edificios y se aloja como una
envoltura encima del lugar. Los ambulantes han plantado sus pues–
tos de venta en las aceras delante de la Catedral, junto a las ruinas
del Templo Mayor, y atraen a los compradores con su salmodia
hipnotizante. Particularmente aquí, en los puntos de salida de la pla–
za, se apiñan los visitantes y los curiosos. Comen un par de tacos de
canasta, envueltos todavía tibios en un pedazo de papel, o beben
tepache, que es sacado de unos toneles grandes y servido en unas
bolsas de plástico con popote anudado, de tal modo que después de
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