rio es tan necesario para la salvaguardia del hombre, y
se halla tan estrechamente vinculado a ella, que el
hombre no puede renunciar al mismo sino renunciando
con ello a su salvaguardia y a su vida al mismo íiempo-
El hombre, que no tiene poder sobre su propia vida, no
puede hacerse esclavo de otro por un contrato o por
su propio consentimiento, ni puede tampoco someterse
a! poder absoluto y arbitrario de otro que le arrebatará
la vida cuando le plazca. Nadie puede dar una cantidad
de poder superior a la que él tiene, y quien no dispone
dei poder de acabar con su propia vida no puede dar a
otra persona poder para hacerlo. Sin duda alguna que ,
quien ha perdido, por su propia culpa y mediante algún
acto merecedor de la pena de muerte, ei derecho a su
propia vida, puede encontrarse con que aquel que pue–
de disponer de esa vida retrase, por algún tiempo, el
quitársela cuando ya lo tiene en poder suyo, sirviéndose
de él para su propia conveniencia; y con ello no le cau–
sa perjuicio alguno. Si alguna vez cree que las penali–
dades de SQ esclavitud pesan más que el valor de su
vida, puede atraer sobre sí la muerte que desea con solo
que se niegue a obedecer las voluntades de su señor.
§ 23. Tai es la auténtica condición de la esclavitud;
esta no es sino la prolongación de un estado de guerra
entre un vencedor legítimo y un cautivo. En efecto, si
se realiza entre ellos un acuerdo y convienen en limitar
por un lado el poder, y por el otro ia obediencia, ei
estado de guerra y la esclavitud habrán cesado mientras
subsista el contrato; porque, según hemos dicho, nin–
gún hombre puede ceder mediante un acuerdo a otro
aquello que él no lleva en sí mismo, es decir, el poder
de disponer de su propia vida.
^
Reconozco que entre los israelitas, lo mismo que entre
otras naciones, había hombres que se vendían a sí mis–
mos; pero es evidente que no se vendían como escla–
vos, sino para ejercer trabajos penosos; porque es
evidente que la persona vendida no quedaba bajo un
poder absoluto, arbitrario v despótico, ya que el amo
no tenía en ningún momento poder para quitarle la
vida, y estaba obligado después de cierto tiempo a de–
jarlo en übertad y librarlo de su servicio; lejos de te–
ner el amo de esa clase de servidores un poder arbi–
trario sobre sus vidas, ni siquiera podía mutilarlos por
placer suyo, bastando ia pérdida de un ojo o de un
diente para que quedase en libertad
{Éxodo,
v. XXI).
CAPITULO V
or
LA PROPIEDAD
§ 24. Lo mismo si nos atenemos a la
razón
natural,
que nos enseña que los hombres, una vez nacidos, tie–
nen el derecho de salvaguardar su existencia, y por con–
siguiente, ei de comer y beber y el de disponer de otras
cosas que la Naturaleza otorga para su subsistencia, que
si nos atenemos a la
Revelación,
que nos proporciona
un relato de cómo Dios otorgó el mundo a Adán, y a
Noé y sus hijos, resulta completamente claro que Dios,
como dice el rey David
(Salmo
CXV, 16), "Entregó la
tierra a los hijos de los hombres", se la dio en común
al género humano. Pero, después de dar eso por su–
puesto, paréceles a algunos grandísima dificultad ex–
plicar cómo puede nadie conseguir la propiedad de una
cosa cualquiera. Yo no quiero darme por satisfecho
contestando que, si resulta difícil establecer la "pro–
piedad", partiendo del supuesto de que Dios entregó
el mundo a Adán y a su posteridad en común, es im–
posible también que nadie, como no sea un monarca
universal, tenga ninguna
propiedad,
arrancando de la
suposición de que Dios entregó e! mundo a Adán y,
por vía de sucesión, a sus herederos, excluyendo al
resto de su descendencia. Sin embargo, trataré de
demostrar de qué manera pueden los hombres tener
acceso a la propiedad en varias parcelas de lo que Dios
entregó en común al género humano, y eso sin nece–
sidad de que exista un acuerdo expreso de todos
cuantos concurren a esa posesión común.
§ 25- Dios, que dio la tierra en común a los hombres,
les dio también la razón para que se sirvan de ella d; ia
manera más ventajosa para la vida y más conveniente