canzaba con su industriosidad, alterando ei estado en
que la Naturaleza las brindaba. Quien recogía cien
busheh
de bellotas o de manzanas tenía un derecho de
propiedad sobre ellos; en cuanto que los había recoci–
do, pasaban
a
ser bienes suyos. Unicamente debía pre–
ocuparse por consumir lo recogido antes que se echase a
perder, pues, de lo contrario, ello quería decir que había
tomado más que la parte que le correspondía, robando
así a ios demás. Y no cabe duda de que era una estu–
pidez y una falta de probidad acaparar cantidades su–
periores a las que cada cual podía consumir. Podía
también hacer uso de la cantidad recogida regalando
una parte a cualquier otra persona, a fin de evitar que
se echasen a perder inútilmente en posesión suya. Tam–
poco dañaba
a
nadie haciendo un trueque de ciruelas,
que se le pudrirían ai cabo de una semana, por nueces,
que se mantendrían comestibles un año entero; en uno
y otro caso no malgastaba ios recursos que podían ser–
vir a todos, puesto que nada se destruía sin provecho
para nadie entre sus manos. Tampoco atropeilaba el
derecho de nadie si entregaba sus nueces a cambio de
un trozo de m.etal, movido de la belleza de su color, o
si cambiaba sus ovejas por conchas, o una parte de
lana por una piedrecita centelleante o por un diamante,
guardando estas cosas para sí durante toda su vida;
podía amontonar de estos artículos todos los que él
quisiese; no se excedía de los límites justos de su de–
recho de propiedad por ser muchos los objetos que
retenía en su poder, sino cuando una parte de ellos
perecía inútilmente en sus manos.
§ 47. .Así fue como se introdujo el empleo dei dinero,
es decir, de alguna cosa duradera que ios hombres po–
dían conservar sin que se echase a perder, y que los
hombres, por mutuo acuerdo, aceptarían a cambio de
artículos verdaderamente útiles para !a vida y de con–
dición perecedera.
§ 48. De la misma manera que de los distintos grados
de actividad dependían las cantidades de productos ad–
quiridos, el descubrimiento del dinero dio a los hombres
ocasión de seguir adquiriendo y aumentando sus adqui–
siciones. Supongamos, por ejemplo, una isla sin relación
alguna con todo el resto del mundo, y que residiese en
ella un centenar de familias, que podrían encontrar ove–
jas, caballos y vacas, además de otros animales útiles,
frutos sanos y tierra suficiente en que producir cose–
chas de cereales como para alimentar a una población
mil veces mayor; pero que no hubiese en la isla ningiin
producto capaz de servirles de dinero, por ser todos
muy corrientes o perecederos. ¿Qué razón podía tener
allí nadie para aumentar sus posesiones más allá de lo
necesario para que la familia estuviese ampliamente
provista para ei consumo, ya fuese en lo producido por
la industriosidad propia o en lo que pudiesen trocar
por otros bienes perecederos?
Si no existe nada que sea a ía vez duradero, escaso y
tan valioso como para ser atesorado, los hombres no
mostrarían tendencia a ensanchar las tierras que ya po–
seen, por muy ricas que fuesen las que se ponían a su
alcance. ;Qué valor, pregunto yo, tendrían para un
hombre diez mil o cien mil acres de tierras feraces, bien
cultivadas ya y bien provistas de ganado vacuno, en
regiones muy adentradas en el continente americano,
donde no se puede pensar en comerciar con otras par–
tes del mundo, para de ese modo y mediante la venta
de ios productos de tales tierras hacerse con dinero?
Ni siquiera valdría la pena de cercarlas, y veríamos a
quien !o hiciese abandonar a la selvática comunidad de
la Naturaleza todo aquello que excedía a la extensión
suficiente para asegurarse, para sí y para su familia, los
productos útiles para la vida.
5 49. Pues bien : en los tiempos primitivos todo el
mundo era una especie de América, en condiciones to–
davía más extremadas oue las que esta ofrece ahora
puesto nue no se conocía, en parte alguna, nada care–
cido al dinero. Pero que aleuien descubra un producto
que posea la utilidad para el uso y el valor del dinero
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