para todos. La tierra, y todo lo que ella contiene, se le
dio al hombre para el sustento y el bienestar suyos.
Aunque todos los frutos que esa tierra produce natul-
ralmente y todos los animales que en ella se sustentan,
pertenecen en común al género humano en cuanto que
son producidos por la mano espontánea de la Natura–
leza, y nadie tiene originalmente un dominio particular
en ninguno de ellos con exclusión de los demás hom–
bres, ya que se encuentran de ese modo en su estado
natural, sin embargo, al entregarlos para que los hom–
bres se sirvan de ellos, por fuerza tendrá que haber
algún medio de que cualquier hombre se los apropie o
se beneficie de ellos. Por ejemplo, el producto de la
caza, que sirve de sustento a los indios selváticos, que
no reconocen cotos y siguen poseyendo la tierra en
común, será suyo, y tan suyo..., es decir, tan parte de él
mismo... que nadie podrá alegar derecho alguno sobre
lo cazado por él antes que haya consumido lo necesa–
rio para el sustento de su vida.
§ 26. Aunque la tierra y todas las criaturas interiores
sirvan en común a todos los hombres, no es menos
cierto que cada hom.bre tiene la
propiedad
de su propia
persona.
Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho alguno
sobre ella. Podemos también afirmar que el esfuerzo
de su cuerpo y la obra de sus manos son también au–
ténticamente suyos. Por eso, siempre que alguien saca
alguna cosa del estado en que la Naturaleza la produjo
y la dejó, ha puesto en esa cosa algo de su esfuerzo, le
ha agregado algo que es propio suyo; y por ello, la ha
convertido en propiedad suya. Habiendo sido él quien
!a ha apartado de la condición común en que la Natu–
raleza colocó esa cosa, ha agregado a esta, mediante su
esfuerzo, algo que excluye de ella el derecho común de
los demás. Siendo, pues, el trabajo o esfuerzo propiedad
indiscutible del trabajador, nadie puede tener derecho
a lo que resulta después de esa agregación, por lo me–
nos cuando existe la cosa en suficiente cantidad para
que la usen los demás.
§ 27.
No cabe duda de que quien se sustenta de las
bellotas que recogió al pie de una encina, o de las man–
zanas arrancadas de los árboles del bosque, se las ha
apropiado para sf mismo. Nadie pondrá en duda que
ese alimento le pertenece. Y yo pregunto: ¿en qué
momento empezó a ser suyo? ¿Al digerirlo? ¿Ai co–
merlo? ¿Al hervirlo? ¿Cuando se lo llevó a su casa?
¿Cuando lo recogió del árbol? Es evidente que si el
acto de recogerlo no hizo que le perteneciese, ninguno
de los Otros actos pudo darle la propiedad. El trabajo
pusD un sello que ío diferenció del comiín. El trabajo
agregó a esos productos algo más de lo que había pues–
to la Naturaleza, madre común de todos, y, de ese
modo, pasaron a pertenecerle particularmente. ¿Habrá
alguien que salga diciendo que no tenía derecho sobre
aquellas bellotas o manzanas de que se apropió, por no
tener consentimiento de todo el género humano para
apropiarse de ellas? De haber sido necesario tal con–
sentimiento, los hombres se habrían muerto de hambre-
en medio de la abundancia que Dios les había propor–
cionado. Tenemos como ejemplo las dehesas comunes,
que siguen siéndolo por convenio expreso; la propie–
dad de sus frutos se inicia con el acto de recoger los
que son comunes, sacándolos del eslado en que la Na–
turaleza los dejó; de nada serviría, sin ello, la dehesa
común. Y no se requiere el consentimiento expreso de
todos los coposesores para tomar esta o la otra parte,
Por esa razón, la hierba que mi caballo ha pastado, el
forraje que mi criado cortó, el mineral que yo he ex–
cavado en algún terreno que yo tengo en común con
otros, se convierte en propiedad mía sin ¿i señalamien–
to ni la conformidad de nadie. El trabajo que me per–
tenecía, es decir, el sacarlos del estado común en que
se encontraban, dejó marcada en ellos mi propiedad,
§ 28. Por la conformidad explícita de cada uno de los
coposesores, necesaria para que alguien se apropie de
una parte de lo que ha sido otorgado en común, los
hijos o los criados no habrían podido repartirse la carne
que el padre de la familia les había entregado, si antes