la de la misma, le agregaba algo que era de su
Vi
'opie-
dad, algo sobre lo que nadie más tenía ningún título,
y
que nadie podía arrebatarle sin hacerle un daño.
§ 32. Ningún daño se causaba a los demás hombres
con la apropiación, mediante su mejora y cultivo, de
una parcela de tierra, puesto que quedaba todavía dis–
ponible tierra suficiente y tan buena como aquella, en
cantidad superior a la que podían utilizar los que aún
no la tenían. Por esa razón, el apropiarse una parcela
de tierra no disminuía en realidad la cantidad de que
los demás podían disponer. Quien deja a otro toda la
cantidad de que este es capaz de servirse, no le quita
en realidad nada. Quien tiene a disposición suya el
caudal completo de un río no se considerará en modo
alguno perjudicado porque otro hombre beba de ese
caudal, aunque beba un buen trago, porque le queda
cantidad sobrada de esa misma agua para
propia sed. El caso de la tierra es idéntico al del agua,
siempre que exista cantidad suficiente de ambas cosas.
§ 33. Dios ha dado el mundo a los hombres en co–
mún ; pero puesto que
se
le dio para beneficio suyo y
para que sacasen del mismo la mayor cantidad posible
de ventajas para su vida, no es posible suponer que
Dios se propusiese que ese mundo permaneciera siem–
pre como una propiedad común y sin cultivar. Dios lo
dio para que eT hombre trabajador y racional se sirviese
del mismo (y su trabajo habría de ser su título de pose–
sión); no lo dio para el capricho de la avaricia de los
individuos peleadores y disputadores. Quien ve que le
han dejado para su beneficio tanto como lo que otros
han tomado, no tiene por qué quejarse, no tiene por
qué reclamar lo que ya otro ha beneficiado con su tra–
bajo; si lo hace, es evidente que anhela aprovecharse de
los esfuerzos ajenos, esfuerzos a los que no tiene dere–
cho, y que lo que desea no es la tierra que Dios le dio
en común con los demás para que la trabajase, quedan–
do todavía, como queda, una cantidad de esa tierra tan
grande como la ya poseída, y mayor de la que él podría
trabajar, o su industria sería capaz de poner en cultivo.
§ 34. Es cierto que en Inglaterra o en cualquier otro
país de población numerosa, con un gobierno, con mo–
neda y comercio, nadie puede, tratándose de tierras co–
munes, cercar una parcela o apropiarse de ella sin el
consentimiento de los demás coposesores: eso ocurre
porque dicha tierra sigue siendo comunal por un con–
venio, es decir, en virtud de la ley del país, ley que no
puede violarse. Aunque esa tierra sea común por lo que
respecta a determinados hombres, no lo es por lo que
respecta a todo el género humano, siendo únicamente
propiedad conjunta de tal país o de tal parroquia. Ade–
más, la tierra restante, después de tal acotamiento, no
resultaría para los demás coposesores tan ventajosa co–
mo lo era la totalidad cuando disfrutaban de ella con–
juntamente. La situación era muy distinta en los tiem–
pos primitivos, cuando esta inmensa posesión en común,
que constituía el mundo, empezó a poblarse. La ley im–
puesta al hombre le ordenaba, en realidad, que se apro–
píase de ella. Dios le impuso la obligación de trabajar,
y sus necesidades le obligaban a ello. Era, pues, su tra–
bajo el que creaba su derecho de propiedad, y no podía
arrebatársele ese derecho una vez que lo había conse–
guido. Vemos, pues, que poner la tierra en labranza,
cultivarla y adquirir su propiedad constituyen opera–
ciones unidas entre sí. La una daba el título a la otra.
De modo, pues, que al ordenar Dios el cultivo de la tie–
rra, daba, al mismo tiempo, autorización para apropiar–
se de la cultivada. La manera de ser de la vida humana
trae necesariamente como consecuencia la propiedad
particular, porque para trabajar hacen falta materiales
en que hacerlo.
§ 35. La medida de la propiedad la señaló bien la Na–
turaleza limitándola a to que alcanzan el trabajo de un
hombre y las necesidades de la vida. Ningún hombre
era capaz, mediante su propio trabajo, de cultivar y
apropiarse toda la tierra, y solamente podía consumir
por sí mismo una pequeña parte de sus frutos; resulta–
ba, pues, imposible que ningún hombre, sometido a esa
regla, atropellase el derecho de otro
o
adquiriese para sí
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