príncipes, у el grado de seguridad у de felicidad que
alcanza bajo su dominio la sociedad civil
§ 93. En las monarquías absolutas, al igual que bajo
otras clases de gobiernos del mundo, pueden los sub–
ditos indudablemente apelar a la justicia y hay jueces
que deciden las disputas e impiden cualquier acto de
violencia que pueda surgir entre los subditos mismos, es
decir, de unos subditos contra otros. Eso todos lo creen
y juzgan necesario; quien pretendiese suprimir tal cosa
merecería ser declarado enemigo de la sociedad y del
género humano. Pero existen razones para dudar de
que eso nazca de un verdadero amor al género humano
y a la sociedad y de la caridad a que estamos obligados
mutuamente. No es ni más ni menos que lo que haría
cualquiera que tuviese apego a su propio poder, ganan–
cia o grandeza, es decir, una cosa muy natural: cuidar
de que no se hieran ni maten unos a otros los animales
que trabajan y pasan fatigas únicamente para placer
y'para ventaja suyos. El amo cuida a esos animales no
porque les tenga ningún amor, sino por el que se tiene
a sí mismo y por los provechos que le producen. Esa
duda se resuelve por sí misma con solo preguntar qué
ciase de seguridad, qué clase de protección existe con–
tra los atropellos y la opresión de ese monarca absoluto.
El simple hecho de pedir una salvaguardia os valdrá que
os digan que habéis merecido la muerte. Os dirán que
están conformes en que, en las relaciones de un subdito
cor>otro, es preciso que existan normas y leyes y jueces
que miren por la paz y seguridad mutuas. El monarca,
en cambio, debe ser absoluto, debe estar por encima
de tales contingencias. Precisamente porque tiene me–
dios de causar daños y atropellos mayores, cuando los
comete no hace sino obrar en justicia. Quienes pregun–
tan cómo han de estar protegidos contra el atropello y
" Alusión a! libro de
R O B E R T
K N O X
(1681)
Art Historical
Relation of the Island of Ceylon in the East India.
R. Knox,
náufrago en aquella isla, había permanecido prisionero en
ella diecinueve años.
(N. del T.)
la agresión son calificados inmediatamente de rebeldes
y facciosos. Como si los hombres, al abandonar el .es–
tado de Naturaleza y al entrar en sociedad, se hubiesen
puesto de acuerdo en que todos ellos, menos uno, ha–
bían de estar sometidos a la fuerza de las leyes, y que
ese uno hubiese de seguir conservando toda la libertad
propia del estado de Naturaleza, aumentada con el po–
der y desenfrenada por la impunidad. Eso sería como
para pensar que los hombres son tan insensatos que se
preocupan de salvaguardarse de los daños que puedan
hacer las mofetas o los zorros y les tuviese sin cuidado,
más aún, que juzgasen como una salvaguardia el ser
devorados por leones.
§ 94. Pero por mucho que los aduladores puedan ha–
blar para distraer a la opinión de las gentes, no conse–
guirán que los hombres olviden las consecuencias. Aho–
ra bien : cuando se dan cuenta de que una persona,
cualquiera que sea su estado, se mueve fuera de los lí–
mites de la sociedad civil de que ellos forman parte, y
que no tienen en este mundo nadie a quien recurrir
contra cualquier daño que de él reciben, se inclinan a
su vez a pensar que también ellos se encuentran en el
estado de Naturaleza frente al individuo en cuestión, y
entonces procuran, lo antes que pueden, conseguir la
seguridad y salvaguardia a cuyo fin se instituyó la so–
ciedad civil, siendo esa únicamente la razón de que
entrasen en ella. Es posible que al principio (según lo
expondremos con mayor extensión más adelante, en la
parte siguiente de este libro) hubiese algún hombre
bueno y destacado que. por haber conseguido entre los
demás notable preeminencia, recibiese en prueba de de–
ferencia a su bondad y a su eficacia esa clase de autori–
dad natural que consiste en que el jefe gobierne y sea
el arbitro de las diferencias de los demás, y que esa au–
toridad le fuese otorp.ada por tácito consentimiento y
sin adoptar precaución alguna, fuera de la seguridad
que tenían todos en su rectitud y en su sabiduría.