ucurre con frecuencia en ias regiones donde abunda la
tierra y son escasos los habitantes, lo corriente fue que
ei gobierno se iniciase con el padre. Teniendo este por
ley de Naturaleza el mismo poder que todo hombre pa–
ra castigar según su buen entender las culpas cometidas
contra la iey, podía por eso mismo castigar las transgre–
siones cometidas por sus hijos, incluso cuando estos ,
eran ya hombres y habían salido de su tutela. Parece
muy probable que ellos se sometiesen a esos castigos
del padre, y se uniesen a éi contra ei culpable los que
no lo eran, aportándole así el poder necesario para eje–
cutar su sentencia contra cualquier transgresión. De
ese modo, lo convertían realmente en legislador y go–
bernante de todos los que permanedan unidos a su
familia. Era el hombre que más confianza merecía; el
cariño paternal les aseguraba sus propiedades y sus in- ,
tereses bajo el cuidado suyo, y la costumbre de obede–
cerle en su niñez les hacía más fácil someterse ai padre
mejor que a otra persona. Si, pues, era preciso que tu–
viesen una persona que los gobernase, puesto que difí–
cilmente se puede soslayar un gobierno entre gentes
que viven juntas, ¿quién tenía mayores probabilidades
de ser ese gobernante sino ei que era su padre común,
a menos que la negligencia, la crueldad, o cualquier
otro defecto de alma o de cuerpo lo incapacitasen para
ello? Pero si ei padre fallecía, y dejaba un heredero
inmediato menos capacitado para gobernar—ya fuese
por minoría de edad, por falta de prudencia, valor, u ^
otra cualidad cualquiera—o si se reunían varias fami–
lias y consentían en seguir viviendo juntas, no puede
dudarse de que, en semejante caso, emplearían su li–
bertad natural para elevar al gobierno a la persona que
ellos juzgaban más hábil y con mayores probabilidades
de gobernarlos bien. Así es como nos encontramos a
los pueblos de América que—viviendo fuera dei alcan–
ce de las espadas conquistadoras y del poder creciente
de los dos grandes imperios del Perú y de Méjico—dis–
frutaban de su propia libertad natural, aunque,
caeteris
paribus,
preferían de ordinario al heredero de su difun–
to rey; pero cuando lo encontraban débil e incapaz
en cualquier sentido, hacían caso omiso del heredero,
e instituían por gobernante suyo al hombre más íoc>
nido y más valeroso.
§ 106. Pues bien ; si volvemos la vista atrás hasta el
comienzo de los dociunentos históricos relativos a la
propagación del hombre por el mundo, y a la vida de las
naciones, nos encontramos por lo general que el gobier–
no está en una sola mano; pero eso no destruye mi
afirmación de que el comienzo de la sociedad política
depende del consenso de los individuos ^lara reunirse
e integrar una sociedad. Una vez integrados esos indivi–
duos, pueden establecer la forma de gobierno que juz–
guen más apropiada. Ahora bien : como eso ha dado
ocasión a ciertos hombres para equivocarse y para pen–
sar que el gobierno fue por naturaleza monárquico, y
pertenecía al padre, quizá no estará de más que entre–
mos aquí
3
considerar la razón de que en sus comien–
zos los pueblos se inclinaron generalmente hacia esa
forma de gobierno. Aimque es posible que la preeminen–
cia de que gozaba el padre, al instituirse por primera
vez algunas de las comunidades, diese ocasión a que en
los tiempos primitivos se colocase el poder en una sola
persona, es evidente que la razón de que continuase
la forma de gobierno de una sola persona no se produjo
por ninguna consideración o respeto a la autondad pa–
ternal. La verdad es que todas las monarquías pequeñas,
es decir, casi todas las monarquías en sus primeros
tiempos, fueron generalmente electivas, al menos en el
momento de adoptar una forma de gobierno.
§ 107. Tenemos, pues, que en los tiempos primitivos,
el gobierno que ejercía el padre sobre los hijos meno–
res acostumbró a todos sus retoños al gobierno de un
solo hombre, y les enseñó que cuando este se ejercía
con cuidado y habilidad, con cariño y amor hacia los
que a él estaban sometidos, bastaba para cuidar y sal–
vaguardar a los hombres (puesto que eso era únicamen–
te la felicidad política que buscaban en la sociedad). No
es, pues, de extrañar que se sintiesen inclinados y fue-
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